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HUMILDAD DE GARABATO


Bergoglio

Sólo ha pasado un día y ya estoy empachado de conceptos como cercanía, sencillez, simplicidad etc.. en un hombre  que parece que a fuerza de gestos escribe gráficamente un tratado de la humildad como aquél famoso del venerable padre Alonso Rodríguez  de la misma Compañía que el modélico personaje. Llamaba el ínclito padre a los gestos repetitivos y exagerados que se salen de la común y áurea mediocritas «humildad de garabato»

Pues he visto el  artículo biográfico que lo corrobora.

Sólo que es difīcil engañar a muchos todo el tiempo. Sentémonos a esperar.

BERGOGLIO DESENMASCARADO

Por Antonio Caponnetto

EL JESUITA

ANTES ERA FANFARRÓN, AHORA SOY PERFECTO

Varias obsesiones recorren estas cartillas. Y nada se ha improvisado para darles cauce.

Bergoglio necesita probar que él es un hombre humilde, modesto, austero. Un pibe de barrio que puede hablar de fútbol y de tango —como de hecho lo hace y con abundancia— lo más alejado posible de la imagen tradicional de un Príncipe Cristiano. Acorde con los tiempos y los gustos, y con la línea vulagrizante impuesta por alguno de sus antecesores, lo estimable ya no será el señorío jerárquico sino el muchachismo populista. No la estricta ortodoxia sino la mirada plural, contemporizadora, con calculados barnices de herejía. Tampoco y mucho menos la actitud magistral de quien por ministerio debe ser tenido como Maestro de la Verdad. Por el contrario, lo estimable será la duda, la vacilación, el enjuague, el espacioso mundo donde las ideas se pueden negociar, como quería John Dewey. “Alguien puede pensar que un creyente que llega a Cardenal tiene las cosas muy claras”, le plantea la dupla interrogadora. “No es cierto”, le asegura enfáticamente el interrogado (pág. 53). Y en él, tan mísero aserto es verdad pura, patética y funesta.

El modelo a seguir, claro, ya no es el de los eminentes Varones de Cristo, como los Cardenales Pie o Billot, sino el de aquel monsignori tránsfuga que describiera Hugo Wast, en cuya corona se había incrustado una cuarta diadema en señal de adoración hacia la democracia. No prediquemos entonces el deber de batirse por la Verdad Única, Crucificada e Indivisa, sino “la aceptación de la diversidad que nos enriquece a todos” (pág. 169). No la Verdad Revelada sino las verdades múltiples y consensuadas “con diálogo y amor” son “la celebración” preferida por el obispo (pág. 169).

Concorde con este clima intelectual y moral se presenta “prefiriendo el simple traje oscuro a la sotana cardenalicia” (pág. 18), hincha de San Lorenzo, buen cocinero, antiguo bailarín de milonga (pág. 120) y ex laburante en un laboratorio (capítulo dos). Y por eso, verbigracia, interrogado acerca del ocio, no recurre para definirlo a los seguros autores clásicos que de él se ocuparon, ni a los modernos como Pieper o Guardini, que dice haber estudiado, sino a Tita Merello cantando: “che fiaca, salí de la catrera” (pág. 37). Dar pruebas de “normalidad” para Bergoglio, no es apelar a lo normativo y eximio sino a lo que abunda, a lo populachero y sensibloide. Ser hijo del Siglo, diría Ernest Hello.

Nadie podrá escribir de él lo que se anotó del Quijote, para su gloria: “parecíales otro hombre de los que se usaban”. No; él es un hombre bien ad usum: vulgar, ordinario, arrabalero, pluralista y prosaico. Moderno. Y en esto, según su errática perspectiva, está la prueba de su obsesiva humildad y de su progreso espiritual en el arte de aprender a superar los defectos.

El Rabino Skorka lo pondera desde el comienzo, no sólo como alguien con quien trabó “la verdadera amistad” que “define el Midrash”, sino como un modelo de humildad, ya que “todos coincidirán en la ponderación del plafón (sic) de humildad y comprensión con que encara cada uno de los temas” (págs. 10-11).

Bergoglio deja correr insensatamente el juego del “bajo perfil”, sin querer advertir la paradoja —y aún el pecado— de esta autocomplacencia infatuada en ser descripto como un sencillo y componedor bonachón. La egolatría de mostrarse cual l’uomo qualunque sigue siendo manifestación de la soberbia, no por la naturaleza de lo que se ostenta sino por vicio de la ostentación. Pero esta es, como decimos, una de las obsesiones psicológicas del biografiado: que se lo perciba como un hombre del montón; alguien que continúa “viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado un auto con chofer” (pág. 17).

No son pocas las veces en que los periodistas interrogadores —salvajemente indoctos en materia religiosa— le regalan este tipo de ponderaciones. Y Bergoglio las acepta, con esa fanfarronería del humilde profesional que decía Jorge Mastroianni. Desechando el consejo ignaciano de contemplar la rebelión de los ángeles caídos, para evitar que nos suceda como a ellos, que “veniendo en superbia, fueron convertidos de gracia en malicia” (E.E, 50).

Porque ¿quién que tenga realmente esa “corona y guardiana de todas las virtudes”, como llamó San Doroteo de Gaza a la humildad, daría su anuencia para que se publiquen páginas y páginas ensalzando la posesión de este don? ¿Quién, que a fuer de genuinamente humilde, practicara ese “laudable rebajamiento de sí mismo” que pedía Santo Tomás, erigiría en vida su propio monumento a la humilitas? ¿Quién veramente abocado a la nadidad evangélica —en preciosa expresión de San Buenaventura— podrá contratar a un puñado de escribas para que le canten la palinodia de su arrollador recato? ¿Quién que no tuviera ese “brote metafísico de la soberbia intelectual que es el principio de la inmanencia”, según clarividente análisis de García Vieyra, prohijaría que se dijera de sí mismo que “su austeridad y frugalidad, junto con su intensa dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su condición de papable”? (pág. 15) ¿Creerá de veras Bergoglio que a la tierra del subte y del colectivo se refería San Isidoro cuando definió al humilde en sus Etimologías como el quasi humo acclinis, o inclinado a la tierra? ¿Creerá de veras que alguien más que Jesucristo puede decir de sí mismo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (San Mateo, 11, 29)?

A Bergoglio le sucede lo que al protagonista del chascarrillo aquel que desenmascara la petulancia invencible del porteño. A la hora de aclarar lo mucho que ha mejorado su vida moral, le dice a su imaginario interpelador: “antes era fanfa, ahora soy perfecto”.

2 respuestas »

  1. No puedo estar más de acuerdo con el magistral artículo del Sr. Caponnetto.

    Los neocátaros modernistas que pretenden ocupar la Iglesia desde 1958 se han especializado en vendernos una humildad monstruosa, antinatural y masoquista que todavía no ha acabado de generar los mayores estragos.

    Pero fijándonos en el usurpador máximo nuevamente parido por la prostituta conciliar, comprenderemos mejor cómo funciona esa invertida y nefanda «humildad».

    Una de las ditirámbicas alabanzas que los medios de (in) comunicación llevan repitiendo «ad nauseam» desde antes de la elección de ese infumable personaje consiste en afirmar dogmáticamente lo sencillo, austero y humilde que es, porque viviría, hablaría, actuaría aparentemente, «como un pobre», «como uno del montón», es decir, exactamente en contra de lo que se esperaría de un «Príncipe de la Iglesia». ¡Ahí está el busillis! que dirían en mi pueblo…

    Pocos parecen darse cuenta de que esa desviadísima concepción de la humildad no es sino el resultado de una confusión filosófica y espiritual cuyo origen hay que ir a rastrear en la plena Edad Media.

    Nuestros antepasados tenían muy claras ciertas distinciones entre órdenes diversos, que nosotros hemos olvidado casi por completo:

    Sabían, por ejemplo, que nuestra naturaleza humana caída tiende con suma facilidad a exhorbitar la propia estima, y a sobreevaluar los derechos y obligaciones que los demás tendrían hacia nuestra propia excelencia. Por eso dicen los moralistas que la virtud de humildad se refiere de ordinario a la virtud de la templanza, porque modera el apetito que todos tenemos de la propia excelencia, en cuanto reconocida por los demás, o por uno mismo.
    «Humildad es andar en la verdad»,decía santa Teresa. Y es verdad, es sujetar todo nuestro ser a un orden objetivo natural y sobrenatural querido, dispuesto y plasmado por Dios mismo, que no depende de nosotros, y que la soberbia, fiada en sus propias y presuntas fuerzas, pretende sobrepasar.

    Por eso distinguían entre un orden puramente privado, personal, del fuero interno, desharmonizado por el pecado y sus consecuencias, y extremadamente necesitado de la humildad como uno de los principales fundamentos de una vida verdaderamente cristiana, y aun, naturalmente honesta.

    Y otro fuero externo y público, jurídico, que se regía por sus propias reglas, que no eran exactamente las mismas que las del fuero interno, aunque ambos órdenes estuvieran igualmente sujetos al orden eterno impuesto por el Creador.

    Ese orden externo jerarquizaba la existencia de los seres humanos, lo mismo que las leyes físicas y biológicas lo hacían con la naturaleza inferior.

    Aquí, la humildad, es decir, el sujetarse voluntariamente a la naturaleza auténtica de las cosas en toda su verdad, consistía en someterse a toda la serie de derechos y obligaciones de la situación social en la que uno se encontraba.

    No eran las mismas si uno era hombre, mujer o niño, si soltero, casado o viudo, clérigo o laico, señor o vasallo, más rico o más pobre, etc…

    Los respectivos Derechos/Obligaciones de cada estado y condición estaban normalmente codificados en una serie de expresiones y manifestaciones sensibles de honor y respeto, que eran tan objetivas como el Orden divino que manifestaban, y que no iban dirigidas a las personas individuales, privadas que en ése momento las asumían, sino a Dios, origen último de todo orden legítimo.

    Funcionaba según el principio romano del Honor/onus, es decir, que cada honor concedido implicaba a su vez una obligación específica, y al revés, que cada obligación asumida tendía a verse reflejada en algún signo externo distintivo, él mismo marca de honor y respeto.

    Cuanto más elevado era el honor al que por designación o por herencia uno era llamado, tanto mayor era también el peso de las obligaciones, y más resplandecientes tendían a ser también las manifestaciones externas de honor y respeto que le venían tributadas a la función, que no al titular de esa función

    Así, cada uno tenía asignada una determinada vestimenta, adecuada a la edad, momento, función y solemnidad, una determinada manera de vivir, un esplendor social específico, y se esperaba que cada uno viviera, vistiera, comiera, gastara, actuase, o muriese, «según lo pide su estado y condición».

    Lo que un duque de Medinaceli gastare en su palacio iba determinado por su posición eminente dentro de la nobleza de España, si hubiera gastado más de lo que podía entenderse justo para mantener razonablemente el honor y esplendor de su casa, tal vez hubiera pecado de soberbia, pero igualmente soberbio habría sido, si hubiera gastado menos de lo debido, y a nadie se le habría ocurrido decir que era un acto humilde, porque todo el mundo sabía cuál era el orden que debía seguir, desde el propio duque, hasta el mendigo que pedía a las puertas.

    Un simple fraile franciscano, como lo era Cisneros en sus primeros tiempos, podía perfectamente pasear por pueblos y ciudades sin más ceremonia, sin que nadie se sorprendiera, pero todo el mundo entendía que un benedictino debía hacer el mismo trayecto a lomo de mula, con sombrero, y vestido con la cogulla de amplísimas mangas típica de su Orden.

    El mismo franciscano Cisneros, una vez hecho arzobispo de Toledo por voluntad de santa Isabel de Castilla, y cardenal por voluntad del Papa, intentó seguir con su sólo hábito franciscano, y fué tal el descontento de sus diocesanos, que obligó a la Reina a intervenir, y al Papa, a dictarle una carta que el nuevo «papa» podría leer con aprovechamiento.

    Los prelados más santos, humildes y penitentes, trátese de un san Anselmo de Canterbury, o santo Tomás Becket, de un san Carlos Borromeo o de Ildefonso Schuster, de un Juan de Palafox o de un santo Toribio de Mogrovejo, siempre supieron distinguir perfectamente entre su deber como príncipes de la Iglesia, por el que tenían la estricta obligación de vivir y vestir como tales, y su régimen privado, en que se mostraban de lo más austero y morigerados.

    Sabían perfectamente que no hacerlo así hubiera sido una imperdonable falta de orgullo, el de peor especie, el que intenta camuflarse bajo las apariencias de una fingida humildad, tan engañosa como peligrosa, porque no sólo arruina la vida espiritual de la persona privada que comete ese pecado, sino que pone en grave peligro la estima pública de la dignidad así menospreciada y envilecida, quitándole el honor debido nada menos que al mismo Dios, a quién se dirigen principal aunque mediatamente todos los honores tributados a esas dignidades mediatas.

    Cuanto más alta es la dignidad, mayor es la obligación de conformarse a las costumbres recibidas, muchas veces por inmemorial tradición, y que rodean de honor y afección la majestad real o papal, a través de los muchos signos y bellezas con las que la Providencia divina se ha complacido en adornarlas.

    Siendo el Papado la mayor dignidad de la tierra, era también máxima la obligación de guardar hasta la menor parcela de tradición manifestadora del ser y dignidad de la Sede Romana. Por ello, los Papas, el día de su coronación, juraban solemnemente guardar y defender, no sólo la Fe, sino hasta las menores tradiciones transmitidas por manos de sus antecesores.

    Hasta mediados del S. XX, en pocas dignidades como en el Papado se evidenciaba que lo que más importa, de lejos, es la institución, mucho más que la persona que accidentalmente la encarna. Cuando uno mira alguna de las galerías de Papas, o de obispos que pasaron por una determinada diócesis, verá que todos quedan igualados por su vestimenta, muy poco o nada variante en el tiempo, y que sus fisionomías son lo de menos. Esa era la verdadera humildad, saber que uno era un inquilino con muchas obligaciones y ningún derecho de alterar radicalmente la herencia recibida, sino fundirse en la identidad y herencia de los predecesores hasta en los más aparentemente nimios detalles externos.

    Por todas estas razones, y algunas más, nuestros antepasados eran perfectamente conscientes de que si un dignatario secular, y sobre todo eclesiástico daba signos consistentes de quererse apartar de las obligaciones costumbrarias de su estado y condición, so color de humildad, pobreza, sencillez o adaptación a sabe Dios qué supuestas necesidades de los tiempos, era un signo infalible de estas tres cosas, no necesariamente exclusivas unas de otras:

    -O bien era un insensato o imprudente, por no saber que la dignidad que se le había confiado se defendía eficacísimamente a través del conjunto de normas externas que le marcaban claramente el cómo de su ejercicio, y que los honores que se le tributaban no iban dirigidos a su propia y miserable persona privada, sino a la personalidad pública de la que lo habían revestido.

    -O bien que era un soberbio de la peor especie, que buscaba llamar la atención sobre su persona privada y particular, demostrando lo austero, mortificado, penitente y humilde que era, rebelándose contra los deberes de su cargo, estado y condición.

    -O peor, aún, que se trataba de un fiero y taimado hereje de tomo y lomo, que al modo cátaro, rechazaba lo que las marcas externas de honor propias del oficio y dignidad conferidos expresaban, puesto que para esos maniqueos, todo poder, autoridad, fuerza, riqueza o belleza sensible pertenecía al reino de la materia, y no podía ser evangélico.

    Examinando la acción de los pontífices conciliares, y sobre todo, la del nuevamente elegido, uno no puede sino reconocer que en diversos grados, cumplen los tres criterios arriba dichos.

    El primero, el que menos, porque harto sabían ellos lo poderosos que eran y aún son los signos externos expresivos de majestad, esplendor y belleza, mucho más que las sólas palabras, aunque sí, desde luego, muchos otros clérigos y laicos, que se han creído el insensato cuento de la Iglesia hippie de los pobres…

    El segundo, desde luego, lo cumplen a la perfección; ¿Qué mayor exhibición de soberbia que la de un Pablo VI que manda vender la Tiara, abandonar buena parte de la herencia bimilenaria de la Roma papal, y todavía pretende que es por humildad, o de un Juan Pablo II recordman, o de un Francisco que empieza rompiendo a placer todas las normas más elementales de sensatez y respeto por la tradición desde la primera hora de su elección?

    Pero la más importante, desde luego, es la tercera: Los neocátaros vestidos con piel de oveja odian todo lo que les recuerde el sano orden natural y sobrenatural dispuesto por Dios, y muy especialmente que su primera guardiana, la Iglesia Romana, es Señora, Madre y Maestra de todas las demás iglesias, de los emperadores y los reyes, indefectible e infalible, a la que ellos quieren someter a ese Nuevo Orden Mundial al que aludió el corruptísimo Sodano en la Misa pro eligendo pontífice.

    Unos más taimadamente, como el Juan XXIII de la veterum sapientia, o el Benedicto dimisionario, otros más abiertamente como Pablo VI o Woody Allen vestido de blanco, todos van enterrando poco a poco lo que aún podía recordar a la antigua Iglesia de Roma, pero éso sí, siempre bajo la apariencia de un dulce e inocente corderito, tan humilde, tan manso, tan inocente y apolítico…

    Y encima, abusando del nombre de uno de los mayores santos que hayan existido, precisamente uno de los que Nuestro Señor suscitó para contestar a las deformaciones cátaras, enseñando por la vía práctica cómo podía aliarse el más puro espíritu evangélico de sencillez y amor a los pobres, no sólo con el esplendor y belleza del culto divino, de los que el diácono Francisco era celosísimo, sino también, con las obligaciones de las más altas dignidades de la tierra.

    Ya saben: Los modernistas son par excellence antinaturales, antisobrenaturales, insensatos, soberbios y enemigos de todo orden legítimo tanto secular como eclesiástico.

    Lobos vestidos de piel de oveja es poco, son como los deshechos radioactivos, que incluso cuando se han trasladado, siguen haciendo sentir su deletérea influencia durante mucho tiempo…

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  2. Perdón, no es un poco exagerado ser tan criticos con los Papas que han venido desde Pio 12? NO sera tambien un peligroso ejercicio de la critica que no es buena para nuestra Iglesia. No estaoy de acuerdo en creer que la iglesia catolica verdadera «murió» con el Concilio Vaticano II. No se sou un simple seglar pero no se me hace posible pensar algo tan espantoso como que seguiriamos a una Iglesia vacía, Creo que el señor habría tomado las riendas en el asunto y lo habría corregido en forma directa y no por medio de los hombres. perdon que sea tan esceptico . Los articulos me parecen bien escritos pero me resisto a pensar que mi Fe catolica este tan bastardeada como aqui se indica. Como catolico debo seguir a Pedro y si Pedro no es Pedro a quien seguir?
    Gracis por aceptar esto y perdonen nuevamente mi dida.

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