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LA PASIÓN DE LA IGLESIA


Christopher Fleming
Tradición Digital
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Estos días que conmemoramos y revivimos la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, también conviene reflexionar sobre un acontecimiento paralelo que encontramos en las Sagradas Escrituras y en las profecías de diversos visionarios y místicos. Hablo de la Pasión de la Iglesia. Sabemos que la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, tendrá que sufrir una Pasión parecida a la de Nuestro Señor en los últimos tiempos, porque conviene que la Iglesia, la Esposa de Cristo, padezca lo mismo que padeció Nuestro Señor, para identificarse hasta el extremo con Su Divino Esposo. Por tanto, la Iglesia tendrá que ser traicionada por los que están dentro; condenada y humillada públicamente; azotada hasta ser desfigurada; crucificada; y finalmente enterrada. Sólo después de estos terribles sufrimientos llegará la verdadera restauración de la Iglesia, su Resurrección.

Esto es lo que dice el artículo 677 del Nuevo Catecismo sobre la Pasión de la Iglesia:

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4).

Reflexionando sobre los acontecimientos de la Pasión de Nuestro Señor ahora en la Semana Santa, he visto un paralelismo con los tiempos que nos han tocado vivir, porque creo que estamos entrando en lo que el Señor llamó “la hora del poder de las tinieblas” (Lucas 22:53). Naturalmente no corresponde la duración los tiempos; la Pasión de Nuestro Señor duró desde el jueves santo por la noche hasta el viernes a las 15:00, y la Pasión de la Iglesia puede durar bastantes años. Pero sí vemos que la sucesión de acontecimientos sigue el mismo orden y la misma lógica en ambas historias. Veamos por partes en qué sentido podemos decir que la Iglesia está a punto de entrar en su Pasión.

La entrada triunfal en Jerusalén

El Domingo de Ramos Jesucristo, montado en un burro, entró triunfalmente en Jerusalén, la ciudad donde tenía que padecer y morir cinco días más tarde. En la década de los 50 la Iglesia se encontraba aparentemente en un momento glorioso, a tan sólo diez años del cataclismo. En los años 50 la Iglesia estaba en plena expansión misionera por todo el mundo; tenía un ejército disciplinado y eficaz de sacerdotes y religiosos que trabajaban y oraban por el triunfo de la fe católica; los fieles por lo general practicaban y vivían su fe con una intensidad encomiable; la Iglesia era gobernada con mano firme por un Papa valiente y santo; la doctrina católica era predicada en todos lugares (parroquias, colegios, universidades) sin ambigüedades ni concesiones a los gustos modernos; y las herejías eran duramente reprimidas dondequiera que surgían.

Pero como no es oro todo lo que reluce, dentro de la Iglesia ya había un cáncer. Hasta que no se encuentre en fase de metástasis, un cáncer no se manifiesta; se queda a veces en espera, y de pronto ataca y se extiende por el resto del cuerpo. En la primera mitad del siglo XX, tras la derrota del modernismo por parte del Papa San Pío X, los enemigos internos de la Iglesia no desaparecieron, sino que más bien hibernaron. Mientras se ocultaban, esperando su oportunidad, la Iglesia prosperó, y muchos creían que la Iglesia estaba en el umbral de una segunda “era dorada”, fuera de cualquier peligro. Con la elección de Juan XXIII los modernistas clandestinos obtuvieron lo que necesitaban; recuperar la legitimidad dentro de la Iglesia, y reorientarla a su gusto mediante un concilio. Pío XI y Pío XII habían tanteado la idea de convocar un concilio ecuménico, pero le habían desaconsejado sabiamente sus cardenales. Esto es lo que dijo el Cardenal Billot a Pío XI en 1923 acerca de convocar un nuevo concilio:

La existencia de profundas diferencias en medio del episcopado mismo no puede ser ocultada… [Ellos] corren el riesgo de dar lugar a discusiones que serán prolongadas indefinidamente… [un concilio puede ser] manipulado por los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, quienes ya se están preparando, como ciertas indicaciones muestran, a producir la revolución en la Iglesia, un nuevo 1789.

En los años 50 muy pocos católicos de a pie se imaginaban el desastre que ocurriría en la siguiente década. El cambio fue tan repentino y tan tremendo que pilló por sorpresa a la inmensa mayoría de fieles. Los católicos no se prepararon para resistir el embiste del modernismo de los años 60, porque no se lo esperaban, a pesar de las profecías que hablaban de una apostasía general. El Domingo de Ramos los apóstoles tampoco se esperaban que en tan poco tiempo la situación daría un giro tan espectacular, a pesar de que el Señor les había profetizado sobre lo que tenía que ocurrir. Mientras el Señor entraba a Jerusalén, Judas ya maquinaba contra su Maestro y el Sanedrín buscaba la manera de acabar con Él. Mientras el pueblo cantaba y recibía al Señor con palmos de olivos, el Demonio preparaba su jugada. El triunfo tiene un peligro enorme; la sensación intoxicante del éxito nos ciega ante los peligros que acechan.

La traición.

La traición de Jesucristo por Judas fue pactada con los líderes del Sanedrín el miércoles santo y consumada el jueves santo. El precio: treinta monedas de plata. La traición de la Iglesia Católica fue pactada en agosto de 1962 y consumada durante el Concilio Vaticano II (1962-1968). El precio: la asistencia en el Concilio de unos observadores representando la iglesia rusa (y de paso la KGB). Para un análisis del desgraciado Pacto de Metz, en mi opinión el acontecimiento que definió el rumbo que tomaría la Iglesia hasta nuestros días, leer este artículo. En Metz, al optar por callarse ante el mal más terrible del momento, el comunismo, la Iglesia traicionó a cientos de miles de mártires y a su deber sagrado de denunciar el error, con la ironía añadida que el Concilio, en palabras de Juan XXIII, quería dar respuesta a los problemas más acuciantes del hombre en el mundo moderno. ¿Qué problema era más acuciante entonces que el comunismo? Lejos de disiparse el peligro del comunismo, en los años 60 el comunismo estaba en plena expansión, y muchos vaticinaban que era inevitable que finalmente lograra su objetivo de conquista mundial. Con lo cual la necesidad de denunciarlo y combatirlo era aún más urgente. En 1937 Pío XI había denunciado sin paliativos el comunismo en su encíclica Divini Redemptoris. Mientras los Padres conciliares se reunían en Roma, ese “sistema de esclavitud de masas… intrínsicamente perverso”, en palabras de Pío XI, oprimía bajo una tiranía diabólica a una cuarta parte de la población mundial.

Los obispos católicos y el Papa a la cabeza, tienen el deber de advertir a los fieles de los peligros que amenazan a los cristianos, sobre todo en lo que toca la doctrina. Aunque el comunismo se plasme en un sistema político, antes de que triunfe la Revolución, primero tiene que corromper las almas con sus múltiples errores. En la década de los 60 errores intrínsicos al comunismo, como son el igualitarismo, el colectivismo, y el evolucionismo, estaban seduciendo a muchos católicos, entre ellos miembros del clero. Un obispo, entre otras cosas, es como un centinela, que vigila desde una atalaya. Donde vea herejías y falsedades debe desenmascararlas para proteger las almas de los fieles a su cargo. El Señor le pedirá cuentas si decide mirar para otro lado. El profeta Ezequiel da esta terrible advertencia a los centinelas negligentes que se duermen en su puesto y no dan la alarma cuando se acerca el enemigo:

Pero si el vigila ve que amenaza la espada y no toca el cuerno, si el pueblo no es avisado y llega a matar la espada a alguien del pueblo, ése será segado debido a su pecado, pero le pediré al centinela cuenta de su sangre. (Ezequiel 33:6)

A los dos meses de rubricar este pacto con los “ortodoxos”, que en realidad no eran más que títeres del régimen soviético, arrancó el Concilio Vaticano II, el escenario de un choque violento entre dos visiones completamente opuestos de la Iglesia. Por un lado estaban los conservadores, los obispos que aún conservaban la verdadera fe católica tradicional; y por otro lado estaban los progresistas que deseaban una completa renovación, no sólo en la estructura de la Iglesia, sino también en su doctrina y en su liturgia. Al contar con el apoyo de dos Papas liberales, primero Juan XXIII, y después Pablo VI, la victoria de los progresistas era un fait accompli. El grupo de obispos conservadores, reunidos en el Coetus Internationalis Patrum, hizo todo lo posible para mitigar los daños, pero las fuerzas modernistas estaban mejor organizadas y contaban con medios superiores.

El mundo aplaudió el Concilio y los católicos se encontraron de pronto con una Nueva Misa. Esta Nueva Misa antropocéntrica transmitía perfectamente la nueva religión del Hombre, y significaba el impío matrimonio de la Iglesia con las falsas religiones. Sin una liturgia fiable donde refugiarse de los errores que inundaban la Iglesia, la mayoría de fieles hizo una de dos cosas; o abandonó su fe o la acomodó a los tiempos. Desde los púlpitos se predicaba todo tipo de herejías, sin que las autoridades eclesiales hiciera nada por impedirlo. La doctrina se corrumpió y la moral también. ¡Fuera la mortificación y la disciplina ascética! Ahora hay que darse gusto al cuerpo. Y ante un camino más fácil, la mayoría de los católicos lo prefirieron al camino estrecho y angosto de la moral tradicional. Así se cumplió lo que advirtió San Pablo:

Llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas. (2 Timoteo 4:3-4)

La condena

El viernes santo de madrugada Jesucristo fue condenado a muerte por el Sanedrín, la máxima autoridad religiosa de Israel. En 1988 Monseñor Lefebvre y Monseñor Antonio Castro-Meyer fueron excomulgados por consagrar a cuatro obispos sin permiso del Papa. La condena del Señor fue una farsa, con falsos testigos incluidos. Todo fue un complot destinado a quitar en medio a Aquel que amenazaba el status quo de los líderes religiosos del momento. Caifás y su gente querían seguir mandando, imponiendo sus “tradiciones de hombres”, recibiendo honores del pueblo por su “devoción”. No tuvieron la humildad necesaria para doblar la rodilla ante Dios-hecho-hombre, a pesar de haber visto con sus propios ojos como Lázaro había salido de la tumba cuatro días después de su muerte.

Juan Pablo II no podía soportar la idea de que él había traicionado la Tradición de la Iglesia al proseguir con el camino marcado por sus predecesores; la colegialidad, el ecumenismo y el dialogo interreligioso. La denuncia de estos dos obispos ante el acto sacrílego de Asís, donde dos años antes había convocado a representantes de todas las falsas religiones para rezar por la paz, le había dolido mucho, y había marcado una línea roja entre él y los tradicionalistas. Juan Pablo II se encontró ante un dilema. Era evidente que los tradicionalistas eran buenos católicos, que la persecución desatada contra ellos bajo Pablo VI era una iniquidad, y que sus peticiones eran justas. Sin embargo, si otorgaba libertad para decir la Misa Tridentina, tácitamente daba la razón a los que criticaban la Misa nueva; si admitía que los tradicionalistas tenían razón en cuestiones doctrinales, se descalificaba a sí mismo. En esta situación la opción más cómoda era la excomunión de los rebeldes, y fue la opción que escogió el Papa. Esta excomunión fue otra farsa, porque ni siquiera se sostiene según el nuevo código de derecho canónico, promulgado cinco antes por el propio Juan Pablo II. En el artículo 1323 de dicho código dice lo siguiente:

No queda sujeto a ninguna pena quien, cuando infringió una ley o precepto: … quien actuó coaccionado por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por necesidad o para evitar un grave perjuicio, a no ser que el acto fuera intrínsecamente malo o redundase en daño de las almas.

Durante la homilía de las consagraciones episcopales Mons. Lefebvre dijo explícitamente que obraba por necesidad, en una situación excepcional de crisis en la Iglesia, para asegurar la continuidad del auténtico sacerdocio católico. Aunque Mons. Lefebvre estuviera equivocado en su valoración de un estado de necesidad, la excomunión seguiría siendo inválida, porque la sentencia se extralimitó al juzgar las intenciones, en contra de las palabras del condenado. Sólo Dios puede juzgar las intenciones; los demás nos tenemos que atener a los hechos. Y los hechos son muy claros en este caso; Mons. Lefebvre afirmó su lealtad al Papa y su fe en la Iglesia Católica, por lo que nadie puede acusarle de cismático, y no se puede aplicar la sentencia de excomunión.

Por grave e injusta que sea esta condena a los obispos Lefebvre y Castro-Mayer, no es la condena definitiva que tiene que producirse antes de la purificación de la Iglesia. Los dos obispos que desafiaron la jerarquía de Roma fueron condenados por las autoridades religiosas, pero no por las autoridades civiles. La Hermandad San Pío X hoy es una sociedad legal en muchos países del mundo, y nadie va a la cárcel por pertenecer a ella. Pero Jesucristo no sólo fue condenado por el Sanedrín, sino que esa condena injusta fue refrendada por la autoridad civil. Tiene que llegar el día en que los pocos católicos fieles a la Tradición sean condenados, no sólo por la Iglesia oficial en Roma, sino también por los gobiernos liberales que ostentan el poder secular. Lo más terrible es que, igual que con Caifás y Poncio Pilato, será un Papa quien instigue la persecución contra los católicos que permanecen fieles al Señor, y presione al gobierno ateo para que los declare fuera de la ley. Yo intuyo que tendrá algo que ver con la creación de una nueva religión mundial sincrética a la que se opondrán los católicos tradicionales. Cuando Roma y el poder de la élite mundialista se pongan de acuerdo en perseguir a los católicos tradicionales, habremos entrado de lleno en la Pasión de la Iglesia.

La flagelación, crucifixión y sepultura

Aún nos queda lo peor. La Iglesia tendrá que ser apaleada, azotada, crucificada y sepultada. Habrá un momento en que ni siquiera los más fieles verán donde está la Iglesia; sólo verán tinieblas y dolor. Igual que Nuestro Señor fue sepultado y ni siquiera los apóstoles creyeron en Su Resurrección, el mundo creerá que la Iglesia Católica ha muerto definitivamente, y que las puertas del infierno finalmente han prevalecido contra la Iglesia. Igual que el cielo se oscureció durante las tres horas que colgó Nuestro Señor de la Cruz, los místicos hablan de tres días de oscuridad en los últimos tiempos, una oscuridad preternatural, cuando los demonios serán liberados del infierno para llevarse con ellos a todos los hombres y mujeres que han renegado de Dios.

Estas profecías apocalípticas sobre un cataclismo mundial tienen fundamento bíblico, como demuestra esta cita del profeta Zacarías: Y sucederá en toda la tierra que dos terceras partes perecerán. Y la tercera parte quedará en ella. Ellos invocarán mi nombre. (Zacarías 13, 8-9.) Sin ánimo de asustar, pienso que conviene prepararse para lo peor. Nuestro Señor nos manda estar vigilantes, porque no sabemos cuándo puede llegar nuestra hora. Luego si nunca llega el Gran Castigo, nuestra preparación no habrá sido en vano. Toda la oración y penitencia que hagamos para la salvación de nuestra alma y las de los pobres pecadores será tenida en cuenta. Ninguna buena obra cae en saco roto. Esto es lo que dice sobre los tres días de oscuridad la beata Ana María Taigi (1769-1837):

Dios enviará dos castigos: uno en forma de guerra, revoluciones y peligros, originados en la tierra; y otro enviado desde el Cielo. Vendrá sobre la tierra una oscuridad total que durará tres dias y tres noches. Nada será visible y el aire se volverá pestilente, nocivo, y dañará, pero no solo a los enemigos de la Religión. Durante los tres días de tinieblas la luz artificial será imposible. Sólo las velas benditas arderán. Los fieles deben permanecer en sus casas rezando el Santo Rosario, y pidiendo a Dios Misericordia. Los malos perecerán en toda la tierra durante esta oscuridad universal, con excepción de algunos pocos que se convertirán. La tierra envuelta en llamas, hundiéndose numerosos edificios. La tierra y el cielo parecía que estaban agonizando. Millones de hombres morirán por el hierro, unos en guerras, otros en luchas civiles; millones perecerán en los tres días de tinieblas. Después de purificar al mundo y a su iglesia, y de arrancar de cuajo toda la mala hierba, Nuestro Señor operará un renacimiento milagroso.

La Resurrección

Después del terrible castigo la Iglesia resucitará. El reino del Anticristo será destruido y comenzará el reino de Nuestro Señor, que durará mil años hasta el Armageddon y el Juicio Final. El mundo entero será católico, las falsas religiones desaparecerán como el rocío desaparece con el sol de la mañana. Todas las naciones reconocerán la soberanía de Jesucristo, y Él reinará en todo. Será la mayor época de esplendor de la Iglesia, mucho más glorioso aún que la era de la Cristiandad. Durará hasta que Satanás es liberado una vez más, para la Batalla Final que precede la Segunda Venida de Nuestro Señor. Esto es lo que dicen las Sagradas Escrituras sobre el reino de mil años de Nuestro Señor:

Vi después a un ángel que bajaba del cielo llevando en la mano la llave del Abismo y una cadena enorme. Sujetó al dragón, la serpiente antigua, que es Satanás o el diablo, y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, cerró con llave y además puso sellos para que no pueda seducir más a las naciones hasta que pasen los mil años. Después tendrá que ser soltado por poco tiempo. (Apocalipsis 20:1-3)

Vivamos, pues, con intensidad esta Semana Santa. Hagamos penitencia por nuestros pecados y los pecados del mundo entero. Lo que tiene que pasar pasará. Eso no lo podemos cambiar. Lo que sí está en nuestras manos es nuestra santificación y la santificación de los que están a nuestro cargo. ¿Cómo podemos proteger a los nuestros de los peligros espirituales que ciernen sobre nosotros en estos tiempos tan oscuros que nos han tocado vivir? Con la asistencia frecuente a la Santa Misa tradicional, con la Confesión, con el rezo del Santo Rosario, con obras de misericordia, y con una vigilancia constante.

1 respuesta »

  1. Esta «Mística de la Pasión de la Iglesia», tan típica de los adherentes a la iglesia conciliar, merece algún que otro comentario:

    1. «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia». Decía san Pablo a los Colosenses, ello quiere decir que quienes sufren, son las piedras vivas que componen la Iglesia, y no, como parecen creer no pocos, las estructuras espirituales, pero a la vez visibles y jurídicas de la Iglesia-institución. Los hijos de la Iglesia, somos pecadores, débiles, necesitados de Redención, y obligados a llevar nuestra porción de cruz, pero la Iglesia, como tal, es SIEMPRE pura, inmaculada, sin mancha ni arruga, fiel, indefectible e infalible. Todo lo contrario de lo que supone esa falsa doctrina, que hace pedir perdón por los «pecados de la Iglesia», o decir, que la Iglesia se autodestruye, o que se golpea a sí misma.

    2. Que esa cuestionable mística sea un instrumento más en manos de la iglesia conciliar en su intento de obnubilar la mente y corazón de los católicos que aún quedan en su seno, para que a pesar de todas las evidencias en contra, sigan identificando a la iglesia conciliar con la Iglesia Católica, lo confirma la cita del Catecismo, fraudulentamente apellidado «de la Iglesia Católica», en que se abusa del Apocalipsis para inducirnos a creer que la situación de eclipse de la verdadera Iglesia es algo querido por Dios, y en cierto modo, redentor.

    3. Luego, ya empieza el autor a delinear una blasfema aproximación entre la Pasión vivificadora de Nuestro Señor y la putrefacción creciente de algo que ya no es la Iglesia Católica. (Porque todos los jerarcas que la presidían salieron públicamente de ella al menos desde el 8 de Diciembre de 1965, cuando dieron su aprobación a los heréticos documentos de Vaticano II.)

    4. Decir que la Iglesia, en los años ’50, se encontraba en una era de triunfo, sólo lo decían los indocumentados, o los que estaban interesados en adormecer la (poca) vigilancia de pastores y fieles. Con más de la mitad del mundo sometido a la tiranía marxista, la otra mitad a la corrupción liberal, masónica y usurera, la realeza de Cristo prácticamente negada en todas partes, y una creciente subversión doctrinal, litúrgica y moral apenas señalada en su gravedad por las encíclicas de Pío XII, si ésto es triunfo y Domingo de Ramos, que venga Dios y lo vea.

    5. Examinemos más bien cuál era la opinión que el Cielo tenía de esa supuesta época de triunfo: «Lucía, entonces, (en 1941), escribió lo siguiente al Arzobispo de Valladolid:

    Con la autorización de mis Superiores, tengo la costumbre de permanecer en oración en la capilla hasta la medianoche del jueves al viernes. En estas horas de gran recogimiento, el Buen Dios acostumbra a comunicarse tan intensamente con mi pobre alma, que yo no dudo de ninguna manera de su presencia. Habitualmente, después de haberme confundido en mi propia insignificancia y en mi propia miseria, al hacerme sentir lo que hay en mí que lo disgusta, El continúa lamentándose de otras cosas que en el pobre mundo le causan tanto dolor.
    El 12 de junio de 1941, El se quejó especialmente de la frialdad y laxitud del clero de España, tanto del secular como del regular, y de la indiferencia y la vida pecaminosa del pueblo cristiano.
    Y continuó así: ‘Si los obispos de España, se reunieran cada año en una casa especialmente elegida para hacer su retiro, y si de común acuerdo decidieran el curso a seguir para dirigir las almas a ellos confiadas, recibirían ilustración y gracias especiales del Espíritu Divino.
    ‘Hazle saber al Arzobispo (de Valladolid) que Yo deseo ardientemente que los obispos se reúnan en un retiro, para disponer y determinar de común acuerdo entre ellos los medios a emplear para la reforma del pueblo cristiano, y para remediar la laxitud del clero y de una gran parte de los religiosos. El número de los que Me sirven en la práctica del sacrificio es muy limitado. Yo tengo necesidad de almas y de sacerdotes que Me sirvan, sacrificándose por Mí y por las almas.’

    Más adelante en una carta del 28 de febrero de 1943, Lucía escribió: ‘Si los obispos de España toman en cuenta los deseos de Nuestro Señor, y emprenden una verdadera reforma entre el pueblo y el clero, ¡bien! Si no (Rusia) será otra vez el enemigo a través del cual Dios los castigará una vez más”.

    Entonces, a través de este mensaje, vemos que Nuestro Señor aborrece la laxitud y la indiferencia entre Sus fieles, especialmente, entre el clero y los religiosos, y desea enormemente la acción y liderazgo sólido de parte de los obispos. Si Sus pedidos son atendidos, el pueblo se reformará y se revivirá la Fe. En la primera parte del Siglo XX, la Iglesia de España se había vuelto indiferente y había cedido a la marea liberal, masónica, que se había estado abatiendo a lo largo de Europa: el resultado había sido la horrible guerra civil. No obstante, aunque el Comunismo fue expulsado de España, el peligro no había pasado completamente en 1941. La Iglesia Española padecía todavía muchos males, y Nuestro Señor advirtió que si los obispos dejaban de reformar su clero, religiosos y laicos, serían castigados una vez más por parte de Rusia. Si esto fue cierto en la España de 1941, imagine como ve Nuestro Señor la Iglesia moderna de hoy, en la cual los males que afligieron a España en 1941 se han multiplicado y propagado.»

    6. Sólo 7 años más tarde, era el propio Papa Pío XII el que creaba la llamada posteriormente «Comisión piana» encargada de elaborar una reforma completa de la liturgia en el sentido deseado por los demoledores litúrgicos tan bien representados por el masón Bugnini, y cuyos primeros frutos sería la increíble reforma de la Semana Santa. ¡Qué triunfo!

    7. Así que, efectivamente, había cáncer en la Iglesia, que ya había intentado extirpar san Pío X a principios de siglo, sin que sus sucesores hubiesen querido continuar la labor. Si Nuestro Señor se quejaba amargamente, en 1941, del estado lamentable de la Iglesia de España, que acababa de pasar por una verdadera epopeya martirial, y estaba en plena euforia y efervescencia por la reciente victoria, calculen lo que podía pensar el mismo Señor de otras iglesias aparentemente gloriosas y en crecimiento frenético, pero ya casi totalmente gangrenadas por el modernismo, como las de Francia, Alemania, Holanda o Estados Unidos, que siempre se ponían como modelo, incluso en el Concilio.

    8. Puede que ahora, nos cueste menos entender que la traición no ocurre con el Pacto de Metz en 1962, porque en esa época, ya estaban todos los juegos echados, sino mucho antes, y por etapas sucesivas en que se desoyen sistemáticamente los llamados de Nuestro Señor a los Pastores de la Iglesia, no sólo los eclesiásticos, sino también los temporales. Si tuviera que elegir una fecha en que se decide el futuro de la Iglesia y el mundo, apuntaría a 1689, en que por una parte, la (poco) Gloriosa Revolución inglesa acaba con la última oportunidad que tenía Gran Bretaña de librarse de la posesión satánica que la ha convertido en el mejor instrumento de la Revolución universal, no sólo en el ámbito temporal, sino también (diría que principalmente), en el ámbito eclesiástico.

    Cuando por otra parte, en ese mismo momento, Nuestro Señor revela las secretas cogitaciones

    de Su Corazón a santa Margarita María de Alacoque, y ofrece al Hijo Primogénito de su Corazón, al Rey de Francia Luis XIV, la oportunidad de vencer la Revolución universal, por medio de la obediencia a los deseos de Su Sagrado Corazón.

    http://www.mariedenazareth.com/11506+M50ba3699cf2.0.html

    Ni el Rey, ni el Papa, ni los jesuitas quisieron obedecer, por lo que el Imperio Masónico-Británico se convirtió desde entonces en la mano más o menos oculta que los ha castigado desde entonces.

    Tal vez se entiendan mejor ahora las siguientes palabras de Nuestro Señor a la misma Sor Lucía de Fátima: «‘Participa a Mis ministros que, en vista de que siguen el ejemplo del Rey de Francia, en la dilación de la ejecución de mi petición, también lo han de seguir en la aflicción. Nunca será tarde para recurrir a Jesús y a María.» «‘No han querido atender Mi petición… Al igual que el Rey de Francia se arrepentirán, y la harán, pero ya será tarde. Rusia habrá ya esparcido sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones a la Iglesia. El Santo Padre tendrá que sufrir mucho!’»

    Exactamente un siglo más tarde, los anglómanos franceses despojaban al Rey de Francia de su poder soberano, otro siglo más tarde, el Papa era despojado del suyo y recluído en el Vaticano, otro siglo más tarde, la Iglesia había sido sometida a un proceso revolucionario que la había reducida a una situación aún peor que la de la Iglesia de Inglaterra…

    Y podría acumular ocasiones gravísimas en éstos siglos en que los máximos responsables eclesiásticos desoyeron los avisos del Cielo, que querían evitar la situación actual.

    La Revolución conciliar, y el casi total eclipse de la verdadera Iglesia no es sino el último castigo de una larguísima serie de infidelidades, que siguen sin ser reconocidas y corregidas por los cato-tradis, que se empeñan en seguir reconociendo como Iglesia Católica a la infame prostituta conciliar.

    9. Por eso, cuando veo la asimilación de la condena de Nuestro Señor, con la condena de Mons. Lefebvre, que estaba más o menos de acuerdo con muchas de las reformas conciliares, al menos en sus estadios iniciales, que alguna vez aceptó celebrar con el rito nuevo, y que siempre se empeñó en reconocer legitimidad a la falsa iglesia de los malvados, me quedo sin palabras.

    10. Da la impresión de que esta teoría está destinada a desmovilizar a los católicos, convenciéndolos de que no pueden hacer nada para evitar el desastre, y de que deben soportar como mansas y balantes ovejas las sucesivas oleadas de leyes persecutorias que van preparando su eliminación física.

    11. Da igualmente la impresión de que la intervención apocalíptica de Cristo los dispensa de examinar el por qué han llegado a esa situación, y si no estarán favoreciendo el desastre, persistiendo en atribuir a la Esposa de Cristo los crímenes y corruptelas de la iglesia nacida del Concilio. De ése modo, se exponen a repetir exactamente los mismos errores una y otra vez.

    12. En vez de explicarles que la Iglesia Católica, como Institución objetiva, visible, jurídica y espiritual, no ha desaparecido, ni ha sufrido la corrupción conciliar, sino que sigue estando en la misma situación que a la muerte de Pío XII, por lo que nada se ha perdido de ella, y deben conservar por ello una inalterable paz de espíritu, los convencen de que la horriblemente deforme sinagoga nacida a partir de la aprobación de las Actas de Vaticano II es la Iglesia verdadera de Cristo, su Única, por la que deberían sufrir, e incluso morir como inocente corderillo…, dejando a los pobres fieles sumidos en las peores angustias y agonías de conciencia, cuando no a la pérdida de la Fe y la Esperanza sobrenaturales, por no hablar de la Caridad…, obligados a llamar «Santo Padre» a ese Zapatero vestido de blanco que pretende ser obispo de Roma, mientras abominan de los que intentan abrirles los ojos, y serenar sus desesperados corazones.

    Casualidad, casualidad, es la misma mística tartúfica vehiculada por centenares de falsos mensajes, profecías y apariciones tan truchas como las de Medjugorje, el Escorial, el P. Gobbi, etc… que es de lo que se alimentan muchos católicos engañados, abandonados y dejados a su suerte por los que pretenden «salvar a la Iglesia», nada menos…

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