Es la que padecemos en la Iglesia en los días de hoy. El Espíritu Santo está cobrando un protagonismo superlativo y casi siempre para afirmar y confirmar la autoridad de algunos que parece la tienen muy disminuida por su currículum o por sus debilidades humanas, aunque son ciertamente objeto de condescendencia por parte de Dios como lo somos nosotros mismos, pero esto no autoriza esta manipulación casi sacrílega que hacen personas, grupos, a veces sectarios, que magnifican y enaltecen hasta extremos ridículos a sus líderes fundadores, de los que pregonan que el Espíritu Santo habla por su boca o inspira sus mamotretos constituyentes (de la secta). Hasta grupos sospechosos de herejías encubren su actuación alejada de la Fe y de la Tradición como si fueran mociones que ellos atribuyen al «espíritu». Pero ¿Qué espíritu?
De todo ello no se libra la iglesia conciliar. Los conclaves serían infalibles. Los elegidos lo serían por el dedo de Dios. Su unción sería un trasunto de la elección de y unción, por el profeta Samuel, al joven David. Los actos más nimios de los pontífices serían hechos directamente bajo la moción del Espíritu Santo. La Iglesia seria dirigida siempre a lo «bueno» y a lo «mejor» por la guía infalible del Espíritu Santo, como si la historia no nos hablara de épocas oscuras, de cismas en la que tuvieron alguna parte los que ostentaban el título de pastores supremos.
Todo esto es ridículo si no fuera una manipulación indecente y hasta blasfema. Se manipula la Escritura. Se alteran los fundamentos teológicos siempre enseñados por la Iglesia. Se olvida la historia de la Iglesia, que nos enseña que muchos pontífices dejaron más bien un mal sabor de boca en sus contemporáneos.
Todavía recuerdo los días en que el «Espíritu Santo» sopló, como suelen decir en su jerga beata y superticiosa, en la elección de Juan Pablo I. Iba a ser el pontífice que necesitaba la Iglesia. Se anunciaba una feliz y larga singladura reformista, en la línea del Vaticano II, de la nave de la Iglesia. Pero… el pontífice murió a los 33 días.
También recuerdo en una comida fraternal y «piadosa», cómo una religiosa decía con ingenuidad que no comprendía cómo si Pablo VI estaba dirigido por el Espíritu Santo en sus reformas , era posible que Juan Pablo II llevara a cabo otras reformas de signo contrario.
Todo esto es ridículo.
Traigo el siguiente artículo que ilustra todo esto, de Ecce Christianus. Acertadamente achaca todo esto al «beato» y empalagoso mundo «neocon», pero en esto se queda corto. Porque lo que yo llamo «inflación de Espíritu Santo» , es un mal común de nuestra época, con apariciones marianas multiplicadas, revelaciones particulares por doquier (y católicos que neciamente hacen un seguimiento de ellas, ridículo y totalmente ajeno a la Tradición de la Iglesia y enseñanza de sus doctores, v.gr. San Juan de la Cruz), carismatismo indecente, sectas catecúmenas que proclaman una iniciación cristiana como si fuera otra venida de Pentecostés, teólogos, predicadores a quienes no se les cae de la boca la plabra «espíritu«, y para colmo supuestos pontificados guiados por el mismo «espíritu» que parece se contradice con otros pontificados, o dejan claro que estaba, dicho espíritu, de vacaciones anteriormente. Como si la Iglesia empezara ahora o cambiara definitivamente el rumbo anterior de siglos.
Nuestro «espíritu» es el que nos da la Fe de la Iglesia Católica, la Escritura Santa, interpretada y proclamada por la Iglesia, los santos que nos han precedido y han enriquecido con sus «carismas» logrados al precio de una vida mortificada y penitente, a la Iglesia. Decididamente no creemos en los nuevos derroteros de tantos «espíritus».
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If it’s truth that a Cardinal is magically changed by a papal election, so, the Conclave is the 8th sacrament.
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Ese señor «Wanderer», y sus amigos, se adscribe a la tesis no-católica del minimalismo en el tema de la infalibilidad pontificia, como único modo de intentar salvaguardar el desquicio de la supuesta jerarquía eclesiástica, la cual viene enseñando herejías desde el CVII, aunque no las ha proclamado solemnemente como «dogmas»…
Ahora, como alguno me acercó una vez el texto de la declaración de Pablo VI al cierre del CVII, y en ella se ve claramente la intención de proponer infaliblemente los documentos y disposiciones del CVII, los cuales han sido CONDENADOS PREVIAMENTE en el Magisterio verdadero (anterior), me encantaría preguntarle a este Wánderer qué (…, irreproducible) hace con ésto: dónde lo guarda-esconde-tira… o aniquila…
Estos Wánderer son tan «neocones» como los neocones que critican.
De neocones y otras yerbas, líbera nos, Dómine.
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No puedo estar más de acuerdo con el fondo del artículo.
Hoy se da un abuso muy generalizado del Espíritu Santo acomodado a todas las salsas en un intento de imponer las peores insensateces.
Antes de pasar a comentar la influencia que pueda tener el Espíritu Santo en un cónclave, sí me gustaría señalar que en este tema, pueden darse errores muy graves tanto por exceso como por defecto:
Por exceso, se cree y se impone creer que todo lo que hagan o digan los superiores,y en primer lugar el Papa, es siempre lo mejor, irreprochable, libre de toda crítica, y que esas personas son incapaces de actuar por motivos menos nobles, por pasiones humanas, afectadas por errores de hecho o engaños caracterizados, etc…
Realmente, se trata de una infantilización de las mentes y las conciencias, extremadamente peligrosa, sobre todo cuando se reviste con el manto de ciertas «espiritualidades».
Por defecto, cuando se persigue sistemáticamente a los superiores legítimos con la sospecha, el resentimiento, el espíritu de rebeldía, etc…
sin hacer caso de la orden de Nuestro Señor «No toquéis a Mis Ungidos» (Cron. 16. 22), que no sólo nos prohíbe atentar contra ellos, sino también la crítica irrazonable y secreta, la maledicencia y cualquier otra forma de rebelión.
Parece que aquí también, se reproducen las famosas «controversias de auxiliis», en que se discutía de la forma en que obraba la Gracia del Espíritu Santo, sin atentar contra las leyes de la naturaleza, en primer lugar, el libre albedrío.
Porque por una parte, sabemos y creemos que el Espíritu Santo siempre está trabajando, no sólo en los prelados, sino en todos nosotros, en la medida y modo en que lo consentimos, y por otra, con igual certeza, sabemos que no violenta los obstáculos voluntarios o involuntarios que a su influencia pueden oponerse.
El Espíritu Santo asiste permanentemente a los Papas, pero el asistido puede ser más o menos receptivo ante esa asistencia, lo mismo que todos los comulgantes reciben la misma comunión, y sin embargo, los efectos son enteramente disímiles según haya sido la preparación cercana, remota o remotísima de cada uno.
Así, la V. Ana Catalina Emmerich veía cómo el Papa de su época estaba siendo permanente y maravillosamente asistido por el Espíritu Santo, pero que esa asistencia se modulaba de muy diversas formas según fuera la actitud del Papa, o según utilizara más o menos los medios ordinarios puestos a su disposición. Veía por ejemplo que de cada vestidura e insignia papal fluía una gracia particular que lo ayudaba en su gobierno y enseñanza, y decía que por esa razón, el Papa debía llevarlos más frecuentemente, sobre todo cuando debía tomar una decisión difícil. (Lo mismito que un tal Francisco, vaya).
Otra cosa: Los confesores conocen bien la pésima labor de los demonios, que hacen perder la vergüenza a los cristianos a la hora de pecar, y hacen restitución de la misma (incluso con intereses), a la hora de confesar.
Lo mismo hacen todos los seudocatólicos movimientistas aparicionistas, neocones y tradicones de todo pelaje en nuestros días con el Espíritu Santo: Lo desplazan de su lugar normal, para ponerlo ahí donde no ha estado nunca:
¿Dónde sabemos seguro que está el Espíritu Santo? En la Sagrada Escritura, la Tradición, la voz común de las liturgias de Oriente y Occidente, junto con el consenso de santos, Padres y Doctores, la enseñanza de los Papas, Concilios, obispos y común sentir del pueblo cristiano.
Todo esto es lo que tiene que procurar conocer progresivamente los cristianos, porque es como la tierra y el humus en que van a encontrar todos los elementos necesarios para desarrollar una vida cristiana realmente equilibrada, sana e inmunizada contra las seducciones, engaños y astucias del diablo que juega a fraile, profeta o aparición.
Pero cuando los cristianos, y sobre todo los clérigos, lo ignoran casi todo de ese patrimonio coherente orgánicamente tejido y refinado por el Espíritu Santo siglo tras siglo, se convierten en esas plantas que cultivan ahora al aire, con las raíces fuera de tierra, nunca expuestas al viento, al aire, al sol o a la lluvia, que aparentemente tienen un aspecto envidiable, pero que se hallan realmente carentes de toda vida y energía, y expuestas a mil enfermedades que las plantas normales rechazarían sin esfuerzo.
Los falsos católicos nunca tendrán bastante desprecio por esa lenta elaboración del Espíritu Santo sancionada y codificada por la máxima autoridad de la Iglesia, pues para ellos, sólo es una enorme colección de trapos viejos y costumbres obsoletas, pero eso sí, esas plantas transgénicas y enfermizas creadas por el último Frankenstein eclesiástico, esos Golem dignos del Maharal de Praga, esos sí que, indudablemente, son frutos del Espíritu Santo!!!
Supuestamente, el Espíritu Santo habría tejido, cual divina Penélope y verdadera Parca, a través de muchos siglos y a pesar de innumerables insuficiencias humanas, el gran tapiz de la Tradición expresada, aplicada y vivida, para venir ahora a destrozarlo sistemáticamente, hasta en sus mismos principios constituyentes. Salvo, como dicen los mamotretos kikos, que haya estado de Bella Durmiente desde la época de Constantino hasta el nuevo pentecostés conciliar…
Viniendo ahora al Cónclave:
Cualquiera que haya leído con cierto detenimiento e inteligencia la historia de la Iglesia, y en concreto, la de los cónclaves, sabe perfectamente que el mismo Espíritu Santo cuenta con todas las insuficiencias, pecados, infidelidades y hasta crímenes que pueden influir en una elección papal.
En la medida en que los cardenales se dejen llevar por Él, en esa misma medida tendrán un Papa adecuado o no. De hecho, no depende sólo de las disposiciones de los eminentísimos cardenales, sino de las disposiciones, intenciones, deseos, méritos y deméritos de todos los católicos del mundo. Unos Papas son una bendición, otros pueden ser unos auténticos castigos, tolerados por Dios y provocados por las malas disposiciones de prelados y súbditos.
Cierto santo monje le preguntó un día al Señor cómo había tolerado que cierto usurpador especialmente criminal hubiese conseguido invadir el trono de Constantinopla, a lo que el Señor contestó: «Porque no encontré a ninguno peor», es decir, lo toleraba como castigo de las malas disposiciones de los súbditos, que no habrían soportado a un buen emperador.
Lo mismo que el Espíritu Santo siempre empuja a los fieles a la elección de los carismas mejores y más altos, y se encontrará con mayor o menor correspondencia a sus íntimas invitaciones, así también, invitará a los cardenales a elegir el mejor, otra cosa es que los electores sean más o menos dóciles a los consejos del Consejero por antonomasia.
Si examinamos un poco el cónclave de 1958, que eligió al primer antipapa de la era moderna, veremos, por ejemplo, que sólo participaron el él un reducido número de cardenales, (de 70 máximos, sólo estaban ocupados 53 puestos, 51 participaron, por lo que bastaban 35 votos para la elección).
Un medio ordinario necesario para una buena elección, y que el Espíritu Santo esperaba del Pontífice entonces reinante, Pío XII, era la creación del número suficiente de cardenales resplandecientes por la integridad de su Fe, intrepidez en su defensa, sentido práctico, sensatez y audacia en el consejo que por deber de su oficio debían dar al Papa.
Pero Pío XII negligió su deber de proveer tan importante medio, no convocó consistorio desde 1953, despreciaba los consejos de sus cardenales (¡esos sí asistidos ex officio por el Espíritu Santo!), que ni siquiera recibía en las audiencias ordinarias «de tabella», haciendo que temieran hasta dar su parecer, y dejó a la Iglesia desasistida de buenos y enérgicos príncipes capaces de enfrentar a los lobos que ya se introducían por todas partes.
Si hubiera provisto al Sacro Colegio de buenos miembros, bien aleccionados en las verdaderas necesidades de la Iglesia en aquél momento, muy otro habría sido el resultado del cónclave.
Los cardenales tampoco fueron fieles al deber cuyo cumplimiento exigía de ellos el Espíritu Santo. Entre otras cosas, asegurarse bien de quién era cada uno, y si era de verdad católico, y no un hereje oculto.
En el Santo Oficio existía todavía el voluminoso informe que documentaba las andanzas de Mons. Roncalli entre modernistas, rosacruces y masones, y que lo convertía en vehementemente sospechoso de herejía, por lo que el Pro-Prefecto de la Suprema Congregación, el bien conocido card. Ottaviani, hubiera debido intervenir para bloquear una posible elección de alguien tan poco apto para recibir la confianza de mil millones de católicos, lo mismo que en su tiempo hicieron el card.Caraffa contra los cardenales Morone y Pole, más que sospechosos de luteranismo, y más tarde, el card. Ghislieri, que se convertiría en el gran Papa san Pío V.
(Fue precisamente esa situación de gravísimo peligro en que unos herejes ocultos amenazaban con apoderarse de la silla papal, e imponer desde ahí una dirección heretizante a la Iglesia, la que provocó la promulgación de la Bula Cum ex apostolatus, de Pablo IV, que invalidaba la elección de cualquier hereje o cismático, aun oculto.)
Lamentablemente, no estaba la Iglesia presidida por un Pío V, ni siquiera por un Pío II, así que sucedió lo contrario que en el S.XVI: Fue el propio Ottaviani el que propuso a Roncalli, engañado por la apariencia ingenua y el «tridentinismo renovado» del que se servía el astuto diplomático para embaucar a los incautos.
Ahora bien, como de parte de Cristo Señor nuestro le decía la V. Sor María de Ágreda al rey Felipe IV, Dios se obliga a asistir especialmente en la gestión de los asuntos públicos únicamente a las personas designadas legítimamente, en ese caso, al Rey mismo, pero no a cualquiera de sus ministros, cuando el rey descargaba en otros lo que estaba obligado a hacer por sí mismo.
En el caso del Cónclave, Nuestro Señor se obliga a asistir muy especialmente a los cardenales,¡Con la condición de que realmente lo sean!
Sin embargo, la valiosísima Bula de Paulo IV Cum ex apostolatus nos enseña que la creación cardenalicia de alguien que hubiese caído en herejía antes de su promoción es nula de pleno derecho, por lo que ya en 1958, algún que otro cardenal no lo era, siendo él inelegible, y su voto, nulo.
La misma Bula decide también infaliblemente, ex cátedra, para siempre y obliga estrictamente a todo católico a creer que una elección papal puede aparentar ser legítima, y ser reconocida como tal durante mucho tiempo, sin que de hecho lo sea, por causa de vicio oculto, que se manifestará subsiguientemente. Deduciéndose de aquí, que no siempre hay que poner sobre la cuenta del Espíritu Santo una elección, puesto que en ningún caso puede este espíritu de Verdad mover a los cardenales a elegir una persona aun ocultamente herética o cismática.
Cae por su base lo afirmado por algunos, que el cónclave es infalible, y el elegido que de ahí salga y sea reconocido, es siempre Papa válido.
Pero si mal estaban las cosas en 1958, peor se pusieron cuando el ilegítimamente elegido Roncalli, que tomó el nombre de un antipapa, Juan XXIII, no sólo creó inválidamente a un buen número de cardenales, (bastantes de ellos inhabilitados de raíz para esa dignidad por haber caído en herejía), sino que además, acumuló otros dos motivos de invalidez:
En primer lugar, nombró a dos hermanos de sangre al mismo tiempo en el Sacro Colegio, los hermanos Gaetano y Amleto Cigognani.
Pero sobre todo, violó la prescripción inviolable de Sixto V, en la «Postquam verus», que se obligaba a sí mismo y a sus sucesores, so pena de nulidad, a no sobrepasar nunca los 70 cardenales al mismo tiempo. Todas las creaciones supernumerarias eran nulas. ¿Creerán que alguien protestó, y advirtió de la terrible situación en que esas promociones colocaban a la Iglesia? Pues no,nadie cumplió con su deber.
¿Con qué derecho se va al Espíritu Santo a exigirle responsabilidades por unas elecciones en las que los electores no cumplieron con sus obligaciones más básicas, y en las siguientes a 1958, no eran ni siquiera verdaderos electores, a los que el Espíritu Santo tuviera que asistir especialmente?
¿Qué pensará el dulce huésped de nuestras almas, cuando se le acusa de haber suscitado la mayor revolución eclesiástica de la historia?
¿Estará contento con los «tradis», que lo acusan de haber inspirado la elección de los demoledores conciliares, por último, pero no el último, un tal dígame Jorge?
¿Estará contento con los mismos individuos, que pretenden dictar a ese Espíritu Soberano los límites que puede o no traspasar a la hora de robustecer la Fe de los sucesores de Pedro, volverlos invulnerables al error, y asistirlos para que no sólo no puedan enseñar el error a la Iglesia, sino que también sean capaces de exponer en toda su amplitud y riqueza el depósito que se les ha confiado?
Sospecho que no…
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Sr. Rodrigo, gostaria de trocar impressões sobre seus artigos publicados no blogue cantinho do primo. Agradeço seu contato. Claudinei (e-mail: uri_aleph@yahoo.com.br)
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