26 de marzo, SAN BRAULIO, OBISPO DE ZARAGOZA
Entre los prelados sobresalientes en virtud y letras que ha tenido la Iglesia de España, uno ha sido el glorioso san Braulio, obispo de Zaragoza, y honor inmortal de aquella respetable silla. Hay quien le hace hermano de san Hermenegildo y de Recaredo: hay quien le da la misma ascendencia que á los santos Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina; pero la verdad es, que se ignora quiénes fuesen sus padres, y solo sabemos por san Ildefonso que fue hermano de su predecesor Juan, que tanto brilló en el mismo obispado. Desde sus tiernos años dio muestra de la capacidad que tenia su corazón para dar asiento a las virtudes, y del talento particular que prometía feliz acogimiento a las ciencias, Uno y otro cultivó nuestro jóven bajo la direccion de excelentes maestros, cuales fueron su mismo hermano y el glorioso san Isidoro, á quien oyó en compañía del gran Ildefonso.
En tal escuela se deja conocer los admirables progresos que haría un joven que en nada se disipaba, y que se aprovechaba con un ardor insaciable de las lecciones de piedad y de los ejemplo con que las veía practicadas. Las sagradas letras, los cánones eclesiásticos, la disciplina y los santos Padres eran sus fuentes cristalinas dónde bebía aquella doctrina pura y sublirne que se ecba de ver en todas sus cartas, y con que ilustró después a los monarcas y á los concilios. Pero no quiso que esta ciencia fuese seca y desaliñada; sino que tuviese todos los adornos y atractivos que encantan á los menos cautos, y que logran á veces efectos maravillosos, que no consigue acaso el celo, si carece de elocuencia. Por tanto, estudió los autores profanos, tuvo conocimiento de las lenguas mas necesarias, y no despreció el furor y entusiasmo de los poetas; antes bien de todo hizo un caudal que empleó después con ganancias á beneficio de la Iglesia y de su esposo Jesucristo. Los bimnos que compuso en alabanza de los que vencieron al mundo, y aquella carta dirigida al Papa, que tanto dio que admirar en Roma, son claros testimonios del alto grado en que poseyó este siervo de Dios las letras humanas y las sagradas ciencias.
Como á estos ornamentos añadía los de una virtud sólida, se hizo tan dulce y apetecible en el trato, y tan amable para todos, que se tenia por feliz el que disfrutaba su conversación, ó aquel que lograba su correspondencia por cartas. Su mismo maestro, el gran san Isidoro, le amaba con tal extremo, que para mitigar su ardor le escribía cartas amorosísimas y regaladas, y le enviaba donecillos. Aun siendo el Santo arcediano, le escribió una, en que le dice estas palabras : «Hijo mio carísimo, cuando recibas esta carta de tu amigo no te detengas en abrazarla como si fuese él mismo en persona, Te he enviado un anillo y una capa: lo primero en señal de la unión de nuestros corazones, y lo segundo para que cubra y resguarde nuestra amistad, que es lo que significó la antigüedad en el vocablo de que usan los latinos. Ruega á Dios por mi; y el Señor quiera moverte el corazón, de manera que merezca yo volver á verte otra vez, para que sea mi alegría viéndote, tanta, como es el pesar que tengo desde que estás ausente.» Así significaba san Isidoro el encendido amor que tenia á san Braulio, lo que prueba con claridad el grado de amabilidad á que este bendito Santo habia llegado por su ciencia é integridad de vida.
Conociéronlo bien sus superiores, y advirtiendo el tesoro que en él tenia la Iglesia, determinaron honradle con sus dignidades, bien satisfechos de que Braulio no las convertiría en motivo de vanidad y de soberbia, sino en la edificación y provecho de las almas. En efecto, su hermano quiso depositar sobre los hombros de Braulio una gran parte de la pesada carga que tenia siendo obispo; y así llamándole á Zaragoza, le hizo arcediano de aquella iglesia, que es decir, le dio el oficio y cargo de mas cuidado y responsabilidad que tenia toda la diócesis. En este tiempo, deseando continuar su propia instrucción, y juntamente proporcionar á los fieles los escritos mas instructivos y piadosos, solicitó de su maestro san Isidoro que escribiese los libros de las Etimologías, obra que, como afirma el mismo san Braulio, basta por sí sola para formar el estudio de un hombre, y hacerle instruido tanto en las letras humanas como en las divinas. Condescendió el santo Obispo á las súplicas de su discípulo, y así debe reconocerse deudora nuestra Iglesia y el mundo todo de una obra tan preciosa , á las reiteradas instancias de Braulio, que no pudo resistir su maestro por el sumo amor que le tenia.
También le dirigió, siendo arcediano, aquel antídoto admirable contra los trabajos y tribulaciones que se padecen en esta vida; esto es, la obra de los Sinónimos, en que el santo Arzobispo de Sevilla introduce á la razón, dando los consejos que pueden tranquilizar sólidamente á un corazón agitado, y enseñando los medios seguros de conseguir la paz verdadera con que descansan las almas piadosas. De todo lo cual sacó nuestro Santo tan colmados frutos, que habiendo el Señor llamado á mejor vida á su hermano Juan, no se encontró sujeto mas digno de sucederle en la silla de Zaragoza. Esta elección se refiere comunmente acompañada del prodigio de haber bajado del cielo un globo de fuego sobre la cabeza de san Braulio, á tiempo que en un concilio de Toledo se consultaba de dar sucesor á su hermano, oyéndose una voz que decia : Este es mi siervo escogido sobre el cual puse mi espíritu. Pero así este como otros sucesos maravillosos, que refieren algunos modernos, carecen del apoyo de la antiigüedad, por cuya causa se omiten, en la firme persuasión de que los hechos no se adivinan ni se pueden saber sino por el testimonio de documentos fidedignos.
Sentado nuestro Santo en la silla de Zaragoza comenzó á difundir tanta luz de sabiduría y celestiales virtudes, que era la admiración de los mas provectos, al tiempo que sus ejemplos se permitían imitar de los mas flacos. Fiel ejecutor de las reglas que prescribe san Pablo á sus discípulos Tito y Timoteo, era sobrio, casto, humilde, prudente y caritativo, haciéndose todo para todos. Ofreciósele buena ocasión para manifestar todas estas virtudes luego que le consagraron obispo, porque inmedialamenle se vio su diócesis afligida de la guerra, de la hambre, de la esterilidad, y de su compañera inseparable la peste. Sufría todos estos males con indecible paciencia, adorando la mano invisible que con ellos castigaba los excesos de los mortales. Pero al mismo tiempo cuidaba como solícito pastor de acudir á todas partes con remedio y consuelo, para que entre tantos males ni se descarriasen ni se perdiesen sus ovejas. Alentaba á los flacos, consolabaá los afligidos, ayudaba á los menesterosos, alimentaba á los hambrientos, y cual amoroso padre se hallaba á la cabecera de los enfermos y moribundos, dándoles fortaleza con sus exhortaciones, y confortando sus almas con dulces y piadosas palabras. Faltábase á sí mismo por asistir á sus subditos, siendo tanto el celo y la caridad con que los asistía, que no le quedaba tiempo para escribir siquiera una carta á su amigo y maestro san Isidoro.
Pero en medio de tantas borrascas y trabajos jamás desatendió el principal cuidado, que era el de su propia santificación, por los varios y difíciles medios que le ofrecían las circunstancias. Cuidó ante todas cosas de ejercitarse en la humildad como basa y fundamento de todo el espiritual edificio. Pocos obispos ha tenido España que hayan logrado un concepto tan ventajoso, una admiración tan universal, y unas alabanzas tan extraordinarias; y menos todavía los que con tanta justicia hayan merecido tales alabanzas, admiraciones y concepto. Sin embargo, nada habia en la reputación de Braulio mas despreciable que él mismo. Siervo inútil de los Santos de Dios era el nombre ordinario que usaba al firmar las cartas, y estaba tan persuadido de ello, que á un obispo que le escribió ensalzando sus prendas y merecimientos parece que quiso persuadirle lo contrario, según la eficacia con que le habla de su poquedad é insuficiencia. Si alguna vez erró, confesó llana y sencillamente su yerro, implorando el perdón y condescendencia, como se ve en una de sus cartas escrita al obispo Wiligildo, anque confiesa haber hecho mal enordenar diácono a un monje subdito de este prelado, y le ruega con las expresiones mas humildes que le perdone este exceso.
A la verdad, pedia con justicia, porque una de las principales virtudes en que este Santo resplandeció fuá en el perdón de las injurias y en la mansedumbre y sufrimiento da las persecuciones y trabajos. Todo su obispado fue una serie continua de amarguras, la reforma de los abusos introducidos, el orden y severidad con que mantenía la disciplina eclesiástica y el tesón con que se opoaia como muro fuerte á los desórdenes y relajaciones que traen consigo unos tiempos turbados con guerras y con herejías le ocasionaron disgustos tajOL pesados, que nunca escribe a san Isidoro, ni al rey Chindavinto y Recesvinto sin ponderar las angustias y amarguras en que estaba sumergida su alma. No obstante esto, nunca se queja de sujeto determinado; antes bien, siendo notorias las injurias que le escribió un cierto Tajón, presbítero, le responde con tal mansedumbre, con palabras tan llanas de caridad y dulzura, que manifiesta bien ser fiel discípulo de aquel que dio su sangre por los mismos que la crucificaron.
Ejercitado de este modo en sufrir las contradicciones del mundo, buscando su consuelo en Dios y su tranquilidad en la oración, en la meditación de las santas Eacrituras y en el cuidadodee su rebaño, salió excelente maestro para dar consolación y enjugar las ligrimas de los que las vertían por las ocasiones mas funestas. Consoló á su hermana Basilse en la muerte de su marido; á Pamponia en las muertes de Bague y del bienaventurada Nouito, obispo de Gerona; á Huyo y Eutrocia en la de Hugnan, grande amigo del Santo; y últimamente, a Ataúlfo, Gundesvindo y Wistremiro, que estaban inconsolables por la muerte de estas prendas muy amadas. Y esto lo hacía coa tanta ternura y piedad, que la carta que escribió á Wstremiro comienza con estas notables palabras: «Sin embargo de que no es consolador oportuno aquel que por sus propias penas está sumergido en llanto, con todo eso, quisiera yo solo padecer tu dolor y el mio, á trueque de poder oír la gustosa nueva de que vivías consolado, Que es lo mismo que desear cargar con los trabajos y adversidades de sus prójimos, por tener la dulce satisfacción de que la caridad para con ellos babia llegado al mas sublime grado.
Dos cosas le llenaban el corazón de esa tranquilidad admirable y de una superioridad decidida sobre sus angustias y las ajenas. Una era el ejercicio de la oración en que recibía del cielo no solamente consolaciones espirituales superiores a todo el rigor y amargura con que atormentan los trabajos del mundo, sino las luces suficientes para dar salida á los negocios mas arduos y consejos sólidos y acertados á los que se hallaban en ocasión de necesitarlos. Otra era a santa compañía de un varón tan sabio y tan piadoso como lo era su discípulo el arcediano Eugenio, quien fastidiado de los engaños de la corte se había retirado a hacer vida monacal en Zaragoza, dejándole á Toledo la inquietud de sus cortesanos, sus engaños y sus perfidias, Así lo confesó el mismo Santo en la carta primera que escrutó al rey Chindasvinto, con ocasión de llamar este Soberano al referido Eugenio para que presidiese en la silla de Toledo. Este golpe le llenó el corazón de tanta amargura, que no dejó diligencia por hacer para que el soberano se apiadase de la tristeza en qué le sumergiría esta separación. Ponderó su incapacidad en el ministerio de la palabra, sus quebrantadas fuerzas, las muchas turbaciones que padecía su diócesis, la necesidad que tenia de su arcediano para conservar la grey del Señor segura de los acometimientos con que pretendían ensangrentarse en ella voraces y carniceros lobos, y últimamente le reppresentó que estaba casi ciego, y que quitándole á Eugenio le robaban la mitad de su alma,
El piadoso Rey respondió cortesmente á su carta, ponderando su erudición, su sabiduría, su elocuencia, y concluyendo con que Zaragoza estaba bien provista de pasto con su persona, y que la iglesia de Toledo tenia justicia para pretender otro tanto en la de Eugenio. Que reconociese aquella elección como dirigida por el Espíritu Santo, y esperase que el justo Juez premiaría en el maestro la doctrina y santas virtudes con qne había sabido enriquecer a su discípulo, haciéndole digno de gobernar la primera silla de España. No pudo Braulio resistirse á razones tan poderosas, que iban además revestidas de toda la autoridad y poder que las daba el haber sido dictadas desde el trono; y así envió á Eugenio con tanto dolor de su alma, que se atrevió a pronosticar que seria otra vez restituido á. la iglesia de Zaragoza. Pero la divina Providencia tenia dispuesto que Eugenio presidiese en la silla de Toledo, como se verificó siendo consagrado metropolitano en el año de 646, y quedando Braulio cubierto de amargura, aunque en todo resignado y conforme con las disposiciones divinas.
A proporción de sus virtudes brillaba su sabiduría. La primera ocasión en que se dejó ver con admiración de toda España fue el concilio IV de Toledo. la la fama había publicado que era digno discípulo de san Isidoro; pero en este concilio se le ofrecieron ocasiones de testificar que las voces con que se habia extendido y celebrado su doctrina eran todavía muy inferiores á la verdad. En cuantos puntos se trataron habló como un oráculo, pues consta que muy de antemanfo se preparó con un estudio activo y prolijo de cuanto en el concilio se habia de resolver; y á este fin suplicó á su maestro que intercediese con el Rey para que le remitiese el códice de las actas del concilio que tuvo en Sevilla san Isidoro. Es de creer también que, hallándose este Santo su mamente débil, fatigado y enfermo, cargaría todo el peso del concilio sobre san Braulio, y de consiguiente que tendría este mucha parte en la disposición de las actas y en la formación de los cánones, ya porque su ciencia lo hacia mirar con respeto, y ya por aliviar de este modo á su amado maestro, que no tenia fuerzas para semejante trabajo.
Estando en este concilio le encargó san Isidoro que corrigiese y perfeccionase la obra de las Etimologías que poco antes le habia dirigido, bien satisfecho del Santo, ya por su sabiduría, y ya porque á instancias suyas habia compuesto la obra. En efecto, san Braulio condescendió con las insinuaciones de su maestro, dividiendo el códice en veinte libros, y purgándole de muchos defectos con que le habían corrompido los copiantes. El trabajo que empleó en esta corrección fue sin duda muy considerable, porque además de ser la obra de mucha erudición y doctrina, tuvo san Braulio por entonces el ánimo ocupado de amarguísimos sentimientos. Causáronlos las muertes de algunas personas amadas del Santo que ilustraban la Iglesia con sus virtudes, y eran un vivo ejemplar de perfección para los fieles. Tales fueron entre otros el marido de Basila, hermana suya; la misma Basila; Nonito, obispo de Gerona, y lo que es mas que todo, el mismo san Isidoro, á quien amaba como amigo, respetaba como á maestro, y veneraba como á santo.
Desde este tiempo comenzó Braulio á ser el único apoyo y oráculo de los concilios, y el astro brillante con que se iluminaban todos los obispos de España para dar acertadas resoluciones en los casos arduos que se les ofrecían. Poco después de la muerte de san Isidoro se juntó en Toledo el concilio V en el año de 636, en el cual se presentó nuestro Santo como un sol que despedía resplandores para la ilustración de todas las iglesias de España. Todos los Padres reconocían la superioridad de sus luces, v así ponian en sus manos las determinaciones, seguros del acierto. A él se le deben los sabios cánones y decretos con que se afirma el dogma y se corrobora la disciplina, por lo cual san Ildefonso le elogió llamándole esclarecido é ilustre en la formación de los cánones, como atribuyéndole los que en este concilio y el siguiente se establecieron. Este fue el sexto Toledano famoso, porque en sus cánones se hace una sólida refutación de cuantas herejías se habian condenado hasta aquel tiempo; y porque además se vindicó el honor de los obispos de España, falsamente calumniados en Roma de poco vigilantes en su ministerio.
Esta vindicación la hizo san Braulio comisionado por todo el Concilio, cómo sujeto en quien con la doctrina se juntaba la amenidad de las bellas letras, y el arte de hacer prevalecer la verdad, presentándola con todos los atractivos de la elocuencia. Al juntarse en el Concilio recibieron los Padres una carta del papa Honorio, remitida por el diácono Turnino, en que los argüía ásperamente de no cumplir exactamente con su ministerio, resistiendo con esfuerzo y valor á los enemigos de la fe. Por tanto temía se cumpliese en ellos que de fieles custodios de la grey de Jesucristo se cambiasen en unos perros mudos, que no tenían ánimo para ladrar siquiera contra los lobos carniceros. Sintieron los Padres una reprensión tan severa del Pastor de la Iglesia universal; y fue tanto mayor su sentimiento, cuanto estaban mas seguros en su conciencia de haber cumplido exactamente con su cargo, condenando los errores, oponiéndose vigorosamente á las novedades, y llenando completamente las obligaciones de obispos vigilantes y celosos. Su mucha virtud no pudo hacerse desentendida de los perjuicios que trae consigo una calumnia cuando llega á encontrar abrigo en el pecho de un superior. Determinaron, pues, prevenir las funestas consecuencias, desengañando al Santo Padre de las falsedades que le habian sugerido; y para este efecto le remitieron copia de las actas de los concilios anteriores, juntamente con una carta escrita por san Braulio, de la cual dice «I arzobispo D. Rodrigo que causó grande admiración en Roma por la hermosura de su estilo y la gravedad de sus sentencias. En ella le hace ver al Pontífice el celo y esmero con que tanto el rey Chintila como los obispos de la Península cuidaban de mantener en toda su pureza la doctrina de Jesucristo. Se hace cargo de que es propio de su oficio pastoral dirigir semejantes avisos á todas las iglesias; pero al mismo tiempo que lo es también no dar fácil entrada, ni creer con precipitación las delaciones que se hacen contra un cuerpo de obispos tan respetable. Le propone el ejemplo de esta cautela en ellos mismos, quienes; aunque habian oido decir que el romano Pontífice permitía volver á sus ritps supersticiosos á los judíos que habian recibido el Bautismo, de ninguna manera habían dado crédito a semejante nueva, sabiéndola muy ajena a la firmeza y santidad de aquella piedra sobre que Cristo habia fundado su Iglesia. Y últimamente le ruega que ayude con sus oraciones, para qme el Sefior proteja la salud y buenos propósitos, tanto del rey piadoso, como de unos obispos que de acuerdo con él velaban sobre el deposite de la fe.
No brillaba menos su pertentosa sabiduría fuera de los concilios, y así recurrían á Braulio ios obispos, les reyes, presbíteros y todo género de personas, como á una fuente de doctrina y de prudencia en donde hallaban la solución de sus dudas, y consejos acertados les negocios mas arduos y difíciles. Luego que Eugenio fue promovido al arzobispado de Toledo se balló embarazado con algunos casos de tan difícil solución, que no se atrevió á resolverlos por sí mismo, sino que pidió a nuestro Santo le aconsejara lo que debia hacer, contemplando que de su doctrina no se podía esperar otra cosa que el acierto, Habia encontrado un presbítero fingido que ejercía las funciones del sacerdocio sin baber recibido realmente este orden sagrado. Halló algunos diáconos qae acostumbraban administrar el sacramento de la Confirmación, y últimamente bailó presbíteros que, no contentos con confirmar, se atrevían á consagrar el óleo y bálsamo para la Confirmación. Sin embargo de los muchos caklados, tristezas y amargaras que por entonces le oprimían, responde a todo con gran copia de doctrin,a rogando al mismo tiempo a Eugenio humildemente, que si hallaba algún defecto en sus respuestas, le corrigiese y le avisase para enmendarle él mismo.
La grande obra de asegurar la tranquilidad del reino, haciendo que á Chindasvinto sucediese Recesvinto en la corona, fue también fruto de la sabiduría y alta consideración que Braulio tenia en todas las jerarquías de la nación, y en la estimación del mismo Bey. Se habían experimentado varias turbaciones y excesos en las elecciones de monarca. Con previsión de la muerte de Chindasvinto iban ya fomentando facciones por personas tumultuarias y ambiciosas que aspiraban al trono por medio de la tiranía. Los españoles fieles y sensatos previeron que costarían mucha guerra y sangre semejantes turbulentas intenciones; y así procuraron poner en tiempo al remedio á los males que amenazaban, solicitando qae Chindasvinto no solamente declarase á su hijo heredero de la corona, sino que le asociase en el reino, dándole el litulo y potestad de rey antes de su muerte, Pero un negocio tan arduo necesitaba para tratarse y conseguirse de una mano maestra que supiese manejar todos los medios de la prudencia, de la política y de la razón. Pusiéronlo todo en las de Braulio de cuya sabiduría, autoridad y santidad no dudaron que haría el Rey todo el aprecio que esperaban. En efecto escribió el santo Obispo á Chindasvinto una carta en que después de representarle el amor y fidelidad de sus vasallos, las calamidades y turbaciones á que quedarían expuestos si no se prevenían oportunamente los artificios de la ambición, llega á proponerle temeroso y esperanzado el medio que los españoles deseaban. El efecto de esta carta fue nombrar á Recesvinto sucesor del reino, y rey juntamente con Chindasvinto mientras á este le durase la vida.
Después que Recesvinto subió al trono, encargó á san Braulio la corrección de un códice que estaba tan falto y mendoso, que aseguró el Santo que le hubiera sido de menos tobajo el escribirlo de nuevo. Por tanto, después de haber hecho algunas correcciones, se lo vlolvió al ley, alegando que sus muchos años, sus enfermedades, la falta de vista y las amarguras que le hacían padecer les espíritus díscolos é inquietos le hacían tardar demasiado, y casi desconfiar de la conclusión de la obra. Pero el piadoso Monarca, conociendo cuánto valia el trabajo de un varón tan consumado en letras y virtudes, no quiso desistir de su empeño. Consolóle en sus trabajos; alentóle con la esperanza de que el Señor, por cuya causa trabajaba, le infundiría nuevo vigor y nuevas fuerzas; y últimamente, que solamente de su elocuencia y sabiduría esperaba la conclusión de aquella obra. Cedió el Santo a las honoríficas y piadosas insinuaciones del Monarca, y concluyó la obra, remitiéndola con las humildes expresiones de que «si algún yerro se encontraba en ella, debia atribuirse á la cortedad de sus luces; y, por el contrarío,todos los aciertos debian atribuirse á la gracia particular de aquel Señor que «habla sabido desatar la lengua del animal mas rudo para que hablase cuando convenía.»
Unos trabajos tan pesados y tan continuos; las inquietudes y detracciones que le hicieron padecer los enemigos de la virtud; el celo y vigilancia con que miraba la salvación de sus ovejas, y las muchas enfermedades que padeció pusieron término á su preciosa vida, cuyo fin le obligaba á mirar con gusto las amarguras con que la pasaba, como afirma en la primera carta que escribió á Chindasvinto. Sucedió su muerte por los años del Seier de 651; siendo llorada de todos tos buenos, que conocían que en san Braulio había perdido la Iglesia de España un ministro fiel, un obispo celoso, un doctor sapientísimo, un padre amoroso y un sacerdote santo. Su venerable cuerpo fue sepultado en la iglesia de Santa María la Mayor, que hoy se llama del Pilar, en donde por la miseria de los tiempos siguientes llegó á, estar sin veneración y desconocido por mas de seiscientos años. Pero Dios, que quiere sean veneradas las reliquias ó sagrados despojos de sus siervos, reveló al obispo D. Pedro Garcés de Januas el sitio donde reposaban las del Santo, desde donde con grande veneración fueron trasladadas al altar mayor de la iglesia del Pilar, en donde los fieles las veneran. Escribió la vida de san Millan; un índice de las obras de su maestro san Isidoro; la vida de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, y muchas epístolas llenas de unción y sabiduría, que son un depósito de instrucción para los fieles, y un testimonio de los grandes trabajos que padeció san Braulio por el amor de Jesucristo y de su esposa la Iglesia.

Iglesia de Santa Engracia, patrona de Zaragoza. Aquí San Braulio fundó su escuela episcopal
La Misa es en honor del Santo, y la Oración la que sigue:
Defended, Señor, con perpetua proteccion á vuestra santa Iglesia; á la que amparaste por medio de tu confesor y pontífice san Braulio con su celo, sabiduría y ejemplo. Por Nuestro Señor Jesucristo…
En la Corona de Aragón se dice la siguiente:
Dios, que nos manifestasteis los misterios de vuestra palabra por boca de san Braulio tu confesor y pontífice, y que confundiste la pestilente doctrina de los herejes con su admirable sabiduría: suplicárnoste, Señor, hagas que nosotros tus siervos nos aprovechemos de su enseñanza, y seamos defendidos con sus oraciones. Por Nuestro Señor Jesucristo…
La Epístola es del capitulo xuvy xlv del Eclesiástico
REFLEXIONES.
Todo cuanto hay en el mundo es en presencia de Dios como si no fuese. Los montes, dice el santo David, se derritieron como cera delante del Señor; y no solo ¡os montes, sino toda la tierra. Con todo eso la santa madre Iglesia, tomando las palabras con que el Espíritu Santo hizo el elogio de Noé, Abrahan, Isaac, Moisés y Aaron, no duda aplicarlas á aquellos justos que acertaron á imitar tan excelenles ejemplares, llamándolos grandes sacerdotes, a la verdad que un epíteto de tanta recomendación con dificultad podrá encontrar mérito mas proporcionado que el de san Braulio, tan digno obispo como hemos visto en su preciosa vida. Fue grande en todo; pero singularmente en las obligaciones privativas de sacerdote, en que manifestó virtudes dignas de imitarse respectivamente en todos los estados. Los sacerdotes son los maestros del pueblo. No solamente enseñan sus palabras, sino mucho mas sus acciones y sus costumbres.
Pocos hay que no estén persuadidos á que los sacerdotes son los depositarios de la doctrina del Evangelio, así como lo son de la sangre de Jesucristo. Oyen de su boca los consejos acertados, las .verdades de la ley, la reprensión de sus deslices y las amenazas terribles que intiman de parte de Dios. Igual diferencia que conceden á sus palabras tributan á sus obras, porque no es fácil persuadirse á que ningún prudente obre contra lo mismo que tiene por verdadero , por justo y provechoso. Todo esto está muy bien; y al paso que es un modo de juzgar recto, arreglado, constituye á los sacerdotes en la mas estrecha obligación de no borrar con el escándalo de sus obras un concepto que la misma Religión ha fijado ya en nuestras almas. El delito del sacerdote lleva consigo la malicia doble del mal ejemplo; y además hace trocar las ideas que tiene el pueblo de lo lícito ó ilícito. Aquel que no se atreve á calificar de pecado grave la acción que vio en el ministro del Altísimo, tampoco en sí mismo la reprueba, y por este medio se propaga fácilmente una peligrosa doctrina.
Pero todo esto ¿será suficiente para justificar las negras y crueles murmuraciones con que despedazan los seglares á los sacerdotes? La miseria de un ministro frágil ¿podrá contaminar de tal manera toda la profesión del sacerdocio, que no se le respete á este donde quiera que se le encuentre por la indignidad de un hombre? El ejemplo de estos sacerdotes grandes que celebra nuestra madre la Iglesia ¿no bastará á cubrir, arredrar y casi deshacer el mal ejemplo que puedan dar otros menos en número y menores en dignidad? Sola la Religión, sola la profesión sagrada y augusta de dispensar sus misterios ¿serán indignas para el pueblo de su disimulo y condescendencia? La murmuración siempre es un delito; pero cuando se emplea contra los sacerdotes, suele ser un delito contra la caridad y contra la justicia. Cuando los defectos de un hombre que sirve al altar excitan movimientos de queja contra lo sagrado, es necesario reprimirde, es necesario conocer que es hombre y finalmente acordarse de que a aquel mal ministro precedieron otros muy santos, muy ejemplares a quienes da la Iglesia muy justamente el título de sacerdotes grandes.
El Evangetio es el capítulo XXV de san Mateo
Punto primero —Considera que cualquier sacerdote, por pecador que se presente a tus ojos, obtiene d mismo puesto y dignidad que obtuvo Jesucristo, sumo sacerdote, y el primero que en la ley de gracia dispensa loe soberanos misterios que él mismo instituía. Jesucristo se cargó con los pecados de todo el mundo, para expiarlos con el sacrificio cruento que hizo en el ara de la cruz vertiendo su inocente sangre. Jesucristo se dio á sí mismo como una hostia agradable al eterno Padre, en descuento de la injuria que le babia sido hecha por el apartamiento y soberbia del primer hombre. Jesucristo se puso entre Dios ofendido y el linaje humano condenado á eterna desdicha, para aplacar los justos enojos de la indignación divina, y restaurar los derechos de la inocencia que el hombre habia perdido, ganándole la gracia, la amistad de Dios, y aquella eterna bienaventuranza de que justamente habia sido desheredado. Jesucristo , en fin, viendo la multitud de los pecados del mundo, y previendo que siempre los hombres necesitarían de un Redentor, no se contentó con padecer muerte ignominiosa y verter su sangre, sino que antes de morir inventó su amor un modo de renovar diariamente d sacrificio y á este fin instituyó la Eucaristía y el Sacramento del Orden, para dejar en los sacerdotes perpetuado su cargo y su ministerio.
A tan alta dignidad se eleva un hombre por medio del sacerdocio. Todos los referidos oficios que copió en sí el Hijo del eterno Padre los trasladó respectivamente á los sacerdotes. Con ellos se adornan, con ellos se condecoran, para que nuestros ojos los miren con aquella distinción y respeto que merecen unos sustitutos del Verbo divino encarnado; y también para que con títulos tan legítimos aboguen é intercedan por el pueblo. Pero los ojos de este, acostumbrados á mirar solamente objetos terrenos, apenas ven en los sacerdotes mas que unos hombres nada superiores á los demás. ¿Serian sino tratados con el vilipendio que se experimenta en el dia? ¿Hubiera en un pueblo cristiano quien se atreviese a servirse de un sacerdote para oficios mecánicos é indignos de su profesión; quien expusiese el sacerdocio al desprecio de un niño á quien le sujeta por pedagogo un despreciable estipendio, si en el pueblo cristiano se reflexionara debidamente sobre la alteza de tan augusta ministerio?
Los poderosos principalmente, que forman un concepto ventajoso de los sacerdotes, cuando los procuran para directores de sus hijos, ¿por qué han de rebajar este mismo concepto cuando los confunden con el resto de la familia? ¿cuando los sujetan á ministerios y ejercidos que tiene que sufrir la pobreza, pero que no debiera consentir la piedad y la Religión? El sacerdocio tan respetable es en el sacerdote indigente como en el que está abastecido de bienes de fortuna. Estos pueden dar un exterior de lucimiento mas no mudar la naturaleza ni la dignidad. Hacer poco aprecio de un sacerdote ertá muy cerca de hacer desprecio de Jesucristo. Pues todo cristiano debe saber que Dios es muy celoso de su honor, y que están las sagradas Letras llenas de los terribles castigos con que en diferentes ocasiones le ha vindicado de los ultrajes que le han hecho los temerarios y sacrilegos.
Ponto segundo.—Considera que los sacerdotes están encargados de las almas de los fieles, y al mismo tiempo del precio que por ellas dio Jesucristo, que no es menos que todo el valor infinito de su preciosa sangre. Ellos son la luz del mundo, como dijo la misma Verdad: son los ungidos del Señor, y los pastores á quienes está encargado el cuidado del rebaño de la Iglesia. Los sacerdotes son los que reparten el pan de la doctrina, y en cuyos labios está depositada la sabiduría, la ciencia de la vida eterna, según la expresión de Malaquías. Lo que ellos desaten sobre la tierra, ha de ser tenido por suelto y desatado en los cielos; y lo que ataren y ligaren con sus sentencias es una eterna verdad que para siempre quedará atado y ligado. Todo esto quiere decir que la dignidad y oficio del sacerdote es lo mas venerable, lo mas augusto, lo mas digno de consideración y aprecio que puede ocupar la mente de un cristiano.
De luego á luego se deja ver la gran providencia que tuvo Jesucristo para que las almas que habia redimido á tanta costa no quedasen abandonadas y expuestas á la furia del común enemigo. Dejólas encargadas á unos sustitutos suyos, á quienes comisionó de lo mas precioso y caro que tenia sobre la tierra que era el fruto de su sangre contenido en los Sacramentos, y de su dulce y amada Esposa por quien trabajó tantos años, que es la Iglesia sacrosanta. Para este efecto no perdonó ni diligencia ni trabajo, ni ahorró los milagros y maravillas. Instituyó el santísimo Sacramento del altar; instituyó el sacerdocio con la misma potestad que tuvo Jesucristo para convertir el pan y el vino en su cuerpo y sangre. Instituyó el sacramento de la Penitencia para el remedio de los que naufragaron después de haber recuperado la inocencia por el Bautismo. Y todo esto lo puso en manos de los sacerdotes para que, como padres de los fieles, como sabios y prudentes administradores del tesoro de Jesucristo, lo repartiesen dignamente sin profanar unos dones tan soberanos y divinos.
¡Cuanta compasión, pues, no merecen los sacerdotes encargados de tan altos y difíciles ministerios! ¡Cuan acredores no son á que todo cristiano los ayude con sus oraciones, y les facilite el desempeño de su alta dignidad con virtuosos ejemplos y santas exhortaciones! Lo que tú enmendares en tu vida, las pasiones que refrenares, los hábitos viciosos que cortares, y el nuevo plan que señales á tu conducta, eso ahorras á aquel que está encargado porel Señor de hacer esas operaciones en tu alma para salvarla. Pero si así no lo ejecutas, á lo menos no condenes al que cumple con su ministerio. No califiques de delicado, escrupuloso, y tal vez de ridículo, á aquel ministro que quiere asegurarse de tu salud, como que es la suya propia, para el efecto de dar á Dios cuenta de ella. No clames contra sus investigaciones: sus exámenes y sus solicitudes son en favor tuyo; son para bien de tu alma; son para cumplir con su ministerio, y son, finalmente, para precaver en sí mismo la sentencia de un eterno suplicio.
Jaculatorias.—Nuestro Redentor Jesús, habiendo sido constituido eterno sacerdote según el orden de Melquisedec, entró en el cielo, como nuestro precursor, á prepararnos nuestra eterna dicha. (Hebr. vil).
Señor Dios de las virtudes, ¿quién hay que se pueda comparar contigo ni en la misericordia ni en la grandeza? (Psalm.LXXXVIII).
PROPÓSITOS.
1 Es evidente que á los sacerdotes de la ley de gracia se les ha concedido una dignidad tan sublime, que ni los espíritus más sublimes del empíreo pueden gloriarse de igualarlos. Mientras un hombre mortal está en el altar haciendo las veces del mismo Jesucristo, consagrando su cuerpo y su sangre, y diciendo aquellas palabras mas eficaces y milagrosas que aquel fiat con que se criaron los cielos y la tierra, los Angeles tienen que estar de rodillas asistiendo á su Señor, y admirando con razón la altura á que quiso elevar al hombre cuya carne tomó. Así, pues, como toda ponderación excede á esta excelencia, de la misma manera toda muestra de veneración y de respeto será siempre limitada. La misma pureza de los Ángeles les parecía á los Santos impura, cuando traian á la memoria cosa dé recibir ó tratar al santísimo Sacramento. Al punto se les presentaba Jesucristo, la eterna sabiduría, el Hijo del eterno Padre consustancial con él, una de las tres divinas Personas, el Verbo divino encarnado, el santísimo Sacramento del altar, el eterno Sacerdote según el orden de Melquisedec, y cuantas grandezas infinitas présenta la idea de un Dios hecho hombre por amor al hombre.
2 Hé aquí un cúmulo de ideas que deben ocupar la imaginación del que habla ó trata con un sacerdote. Nada de lo dicho es en la realidad el sacerdote; pero lo es en la representación y por la dignidad que el mismo Jesucristo ha instituido, y esto basta para que nuestras palabras y nuestras acciones sean respetuosas y comedidas. Debemos venerar aquellas manos que tratan el cuerpo de Jesucristo; debemos reverenciar aquellos labios, aquella lengua con que se pronuncian las misteriosas palabras que hacen descender del trono de su gloria al Verbo eterno. Nuestra salvación, nuestra enseñanza, estad en cierto modo pendientes de los sacerdotes. Si á quien nos dio la vida manda la misma naturaleza que le tributemos honra, á quien tiene en su mano la llave del cielo y de nuestra bienaventuranza, al que solicita tu bien eterno como si fuera suyo propio, al que se ha encargado de salvarte, y para este efecto te adminístrala corrección, el consejo, la doctrina, los medicamentos oportunos, y últimamente los Sacramentos de la Iglesia, ¿qué honor, qué respeto no mandará tributar la justicia, la razón, la Religión y la piedad?
Pero es pecador; no corresponde su vida á la alteza de su ministerio. ¿Y será capaz de contaminar la dignidad con sus delitos? ¿Rebajarán sus desórdenes el precio de los Sacramentos, ni minorarán en tí las obligaciones que tienes contraidas por cristiano? La caridad te obligará siempre á compadecerte de un hermano, y la Religión á venerar a un ministro de tu Dios.
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