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HOMILÍA DE SAN CARLOS BORROMEO EN LA FIESTA DEL SANTÍSIMO CUERPO DE CRISTO


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EN EL DÍA DEL CORPUS DOMINI

San Carlos Borromeo

Homilía celebrada en Milán en la iglesia metropolitana durante la celebración de la misa, 9 de junio de 1583 .

Todos los misterios de Nuestro Salvador Jesucristo, queridísimas almas, son sublimes y profundos: nosotros los veneramos en unión con la sacrosanta Madre Iglesia. Sin embargo el misterio de hoy, la institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, por medio del cual el Señor se ha entregado en comida a la almas fieles, es tan sublime y elevado que supera toda comprensión humana. Tan grande es la bondad del Sumo Dios, en Él resplandece tal amor que cualquier inteligencia queda sobrepasada; nadie podría explicarlo con palabras, ni comprenderlo con la mente. Pero ya es mi deber hablaros de ello por el oficio y la dignidad pastoral, os diré también algo de este misterio. Brevemente, esta homilía estará centrada sobre todo en dos puntos: los cuales son las causas de la institución de este misterio y cuáles los motivos por los que lo celebramos en este tiempo.

En el Antiguo Testamento se narra la nobilísima historia del Cordero Pascual que debía ser comido dentro de la casa de cada familia; en el caso de que después sobrara y no pudiera ser consumido, debía ser quemado en el fuego. Aquel Cordero era la imagen de nuestro Cordero Inmaculado, Cristo el Señor, que se ofrece por nosotros al Padre Eterno sobre el Altar de la Cruz. Juan, el Precursor, viéndolo dijo: “ He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo” (Jn. 1,29). Aquella maravillosa figura nos ha enseñado que el Cordero Pascual no podía ser totalmente comido con los dientes de la contemplación, sino que debía ser quemado completamente en el fuego del amor (Cfr. Ex. 12,10 ss.).

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Pero cuando medito conmigo mismo que el Hijo de Dios se ha entregado completamente en alimento a nosotros, creo que no hay más espacio para esta distinción: este misterio debe ser abrasado totalmente en el fuego del amor. ¿Qué motivo, sino sólo el amor, pudo mover al Bondadosísimo y Grandísimo Dios a darse como alimento a esa mísera criatura que es el hombre, rebelde desde el principio, expulsado del Paraíso Terrenal, a este mísero valle desde el principio de la creación por haber probado del fruto prohibido? Este hombre había sido creado a imagen de Dios, colocado en un lugar de delicias, puesto a la cabeza de toda la creación: todas la demás cosas habían sido creadas para él. Transgredió el precepto divino, comiendo del fruto prohibido y, “Mientras estaba en una situación de privilegio, no lo comprendió”; por eso “fue asimilado a los animales que no tienen intelecto” (Sal. 49,13); por eso fue obligado a comer su misma comida.

Pero Dios ha amado siempre tanto a los hombres que pensó en el modo de levantarlos tan pronto como habían caído; par que no se alimentaran del mismo alimento destinado a los animales-¡contemplad la infinita caridad de Dios!- se dio a si mismo como alimento, como alimento al hombre. Tú Cristo Jesús, que eres el Pan de los Ángeles, no te has negado a convertirte en alimento de los hombres rebeldes, pecadores, ingratos ¡Oh grandeza de la dignidad humana! ¡Por un acontecimiento singular, cuánto mayor, cuánto mayor es la obra de la reparación, cuánto supera esta dignidad sublime a la desgracia! Dios nos ha hecho un favor singular!¡Su amor por nosotros es inexplicable! Solo este amor pudo mover a Dios a hacer tanto por nosotros. Por ello ¡qué ingrato es quien no medita en su corazón y no piensa a menudo en estos misterios!

Dios, Creador de todas las cosas, había previsto y conocido nuestra debilidad, y que nuestra vida espiritual necesitaría un alimento para el espíritu, así como la vida del cuerpo necesita un alimento material; por ello ha dispuesto para nosotros que hubiera abundancia de cada uno de estos dos alimentos; por una parte el alimento para el cuerpo; por otra el alimento del que gozan los Ángeles en el cielo, y nosotros podemos comer aquí en la misma tierra, oculto bajo especies de pan y vino. La santísima sierva de Dios, Isabel ante la visita de la Madre de Dios, no pudo dejar de exclamar: “¿A qué debo que la Madre de mi Señor venga a mi?” (Lc. 1,43). Pero ¡cuánto más debería exclamar quien recibe dentro de sí a Dios mismo!: “¿a qué debo que venga a mi, pecador, miserable, ingrato, indigno gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección del pueblo, que entre en mi casa, a mi alma que a menudo he educido a cueva de malhechores, y en mi habite mi Señor, Creador, Redentor y mi Dios, ante cuya presencia los Ángeles desean estar?”.

Vayamos al segundo punto de reflexión. Oportunamente hoy la Iglesia celebra la solemnidad de este santísimo misterio. Podía parecer más oportuno celebrada en la Feria Quinta in Coena Domini, día en el que sabemos que nuestro Salvador Cristo, ha instituido este Sacramento. Pero la Santa Iglesia es como un hijo, correcto y bien educado, cuyo padre ha llegado al término de sus días y mientras está a punto de morir, le deja una herencia amplia y rica; no tiene tiempo de entretenerse en el patrimonio recibido: está totalmente volcado en llorar al padre. Así la Iglesia, Esposa e Hija de Cristo, está tan atenta a llorar en aquellos días de pasión y de atroces tormentos, que no está en condiciones de celebrar como querría esta inmensa heredad a Ella entregada: los Santísimos Sacramentos instituidos en estos días.

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Por tal motivo ha fijado este día para la celebración: en donde, por el inmenso don recibido, querría rendir de modo muy particular a Cristo aquella maravillosa acción de gracias que a causa de nuestra pobreza no somos capaces de ofrendarle. Por eso el Hijo de Dios, que conoces todo desde la eternidad ha venido en ayuda de nuestra debilidad con la institución de este Santísimo Sacramento: por nosotros “Él dio gracias” a Dios, “bendijo y partió el pan” (Mt. 26,26; Lc. 24,30). Con esta institución nos ha enseñado a darle gracias al máximo por un don tan grande. Pero ¿por qué la Santa Madre Iglesia ha establecido precisamente este tiempo para celebrar tal misterio? ¿Por qué precisamente después de la celebración de los otros misterios de Cristo: después de los días de Navidad, de la Resurrección, de la Ascensión al Cielo y la venida del Espíritu Santo?

Hijo, no temas: ¡todo esto no es sin motivo! Este misterio santísimo está tan ligado a todos los demás y es remedio tan eficaz en consideración de ellos, que con mucha razón está unido a ellos. Por medio de este Santísimo Misterio del Altar, recibiendo la vivificante Eucaristía, con este Pan Celestial los fieles son tan eficazmente unidos a Cristo que pueden tocar con su boca desde el costado abierto de Cristo los infinitos tesoros de todos los Sacramentos.

Pero hay otra razón para esto. Entre los misterios del Hijo de Dios que hasta ahora hemos meditado, el último fue la Ascensión al Cielo. Ello sucedió para que Él recibiese a título propio y nuestro la posesión del Reino de los Cielos y se manifestará el dominio que poco antes había afirmado: “Me ha sido dado el poder en el cielo y en la tierra” (Mt. 28,18). Como cualquier Rey, en el acto de recibir la posesión de un reino, se dirige antes que a cualquier otra ciudad a aquella que es la capital y metrópolis del reino (y como un Magisterio o Príncipe que se prepara para administrar un reino en nombre del Rey), así también Cristo: honrado con la señoría más grande y con todo derecho en el cielo y en la tierra, en primer lugar tomó posesión del Cielo, y desde allí, como haciendo una demostración, difundió sobre los hombres los dones del Espíritu Santo. Pero habiendo elegido reinar también en la tierra, nos dejó a Él Mismo aquí, en el Santísimo Sacrificio del Altar, en este Santísimo Misterio que hoy celebramos. Por este motivo extraordinario la Iglesia ordena que sea llevado por todos en procesión en forma solemne por ciudades y pueblos.

Cuando el poderoso Rey Faraón quiso honrar a José, mandó que se le condujera por las calles de la cuidad y, para que todos conocieran la dignidad de quien había explicado los sueños del Faraón, le dijo: “Tú serás quien gobierne mi casa, y todo mi pueblo te obedecerá: solo por el trono seré mayor que tú. Mira, te pongo sobre toda la tierra de Egipto. El faraón se quitó el anillo de la mano y lo puso en la mano de José; hizo que le vistieran de oro. Después los hizo subir sobre su segundo carro y delante de él un heraldo gritaba, para que todos se arrodillaran delante de él. Y así lo puso al frente de todo el país de Egipto”. (Gn. 41,40 ss.)

También Asuero, cuando quiso honrar a Mardoqueo, le hizo vestir vestiduras reales, los hizo subir a su caballo y a tal fin mandó a Amán que lo condujera por la ciudad y gritara: “Aquí viene el hombre a quien el Rey quiere honrar” (Est. 6,11).

Dios quiere ser el Señor del corazón del hombre; quiere ser honrado, como conviene, por todos los hombres. Por esto hoy, de forma solemne, conducido por el Clero y por el Pueblo, por los Prelados y los Magistrados, recorre las calles de la ciudad y de los pueblos. Por esta razón la Iglesia profesa públicamente que Éste es nuestro Rey y Dios, de quien hemos recibido todo y a quien debemos todo.

Oh, hijos queridísimos en el Señor, mientras hace poco caminaba por las calles de la ciudad, pensaba en una multitud tan grande y en variedad de personas que hasta hoy, hasta nuestros días está oprimida por la miseria de la esclavitud y por largo tiempo ha tenido que servir a amos tan viles y crueles. Veía a un cierto número de jóvenes que se han dejado dominar por la lascivia y la pasión y, como dice el Apóstol (Cfr. Fil. 3,19), han proclamado como dios a su propio vientre. (Quienquiera que pone cualquier cosa como fin de su propia existencia, quiere que tal cosa sea su dios. En efecto Dios está en el término de todo). Que renuncien éstos a la carne, a la lujuria, a frecuentar los lupanares y tabernas, las malas compañías; que renuncien a los pecados y reconozcan al Verdadero Dios que la Iglesia profesa por nosotros. Lloraba por la soberbia y la vanidad de algunas mujeres que se idolatran a ellas mismas, y dedican aquellas horas de la mañana que debieran consagrar a la oración, al maquillaje de sus rostros y al peinado de sus cabellos, hasta el punto de hacer pobres infelices a sus maridos y mendigos a sus hijos y consumir su patrimonio. De ello se derivan mil males, los contratos ilícitos, el no pagar las deudas, el no dar cumplimiento a las últimas voluntades piadosas; de ello el olvido del Dios Bondadosísimo y Grandísimo, el olvido de nuestra alma. Veía a tantos avaros, mercaderes del infierno, gente que a tan caro precio compra para si el fuego eterno; de ellos con razón dice el Apóstol: “La avaricia es una forma de idolatría” (Ef. 5,5; Col. 3,5). Aparte del dinero no tienen otro Dios, sus acciones y palabras están dirigidas a pensar y decidir cómo ganar mejor, conseguir terrenos, comprar riquezas.

No podía dejar de ver la infidelidad de algunos que se declaran expertos en la ciencia de gobernar y sólo tienen esto ante sus ojos. Son quienes no dudan pisotear la ley de Dios que ellos declaran contraria a la forma de gobernar (¡pobres y desgraciados!) y obligan a Dios a retirarse. ¡Hombres dignos de lástima! (¿Y deben llamarse Cristianos quienes estiman y declaran públicamente a si mismos y al mundo más importantes que a Cristo?).

El Señor ha venido, con esta santa institución de la Eucaristía, a destruir todos estos ídolos, a fin de que con el Profeta Isaías, hoy podamos exclamar al Señor: “Sólo en Ti es Dios; no hay otros, no hay otros dioses. En verdad tú eres un Dios escondido, Dios de Israel, Salvador” (Is. 45,14 ss.). Oh Dios bueno hasta ahora hemos sido esclavos de la carne, de los sentidos, del mundo; hasta ahora dios ha sido para nosotros nuestro vientre, nuestra carne, nuestro oro, nuestra política. Queremos renunciar a todos estos ídolos: honrarte sólo a Ti como verdadero Dios, venerarte a Ti que nos has hecho tantos beneficios y, sobre todo, te has engendrado a Ti mismo como alimento para nosotros. Haz, te ruego, que desde ahora en adelante nuestro corazón sea sólo tuyo y nada nos aparte más de tu amor. Que prefiramos mil veces morir antes que ofenderte aún mínimamente. Y de este modo, haciéndonos mejores, con la fuerza de tu gracia, gozaremos eternamente de Tu Gloria. Amén.

(San Carlos Borromeo, Homilías Eucarísticas y sacerdotales , Ed. Series Grandes Maestros n° 7, Pág.12-18)

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LA FE EN LA EUCARISTIA

San Pedro Julián Eymard

“ Quien cree en mí tiene la vida eterna “ (Jn. VI, 47)

¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el santísimo Sacramento! Porque la Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo del amor, toda la religión en acción. ¡Oh, si conociésemos el don de Dios!

La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los mayores sacrificios.

No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias.

Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez?

Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e insultar a su madre; pero desconocerlos… imposible. De la misma manera un cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna vez cuando ha comulgado.

La incredulidad, respecto de la Eucaristía , no proviene nunca de la evidencia de las razones que se puedan aducir contra este misterio. Cuando uno se engolfa torpemente en sus negocios temporales, la fe se adormece y Dios es olvidado. Pero que la gracia le despierte, que le despierte una simple gracia de arrepentimiento, y sus primeros pasos se dirigirán instintivamente a la Eucaristía.

Esa incredulidad puede provenir también de las pasiones que dominan el corazón. La pasión, cuando quiere reinar, es cruel. Cuando ha satisfecho sus deseos, despreciada y combatida, niega. Preguntad a uno de esos desgraciados desde cuándo no cree en la Eucaristía y, remontando hasta el origen de su incredulidad, se verá siempre una debilidad, una pasión mal reprimida, a las cuales no se tuvo valor de resistir.

Otras veces nace esa incredulidad de una fe vacilante y tibia que permanece así mucho tiempo. Se ha escandalizado de ver tantos indiferentes, tantos incrédulos prácticos. Se ha escandalizado de oír las artificiosas razones y los sofismas de una ciencia falsa, y exclama: “Si es verdad que Jesucristo está realmente presente en la sagrada Hostia, ¿cómo es que no impone castigos? ¿Por qué permite que le insulten? ¡Por otra parte, hay tantos que no creen!, y, con todo, no dejan de ser personas honradas.

He aquí uno de los efectos de la fe vacilante; tarde o temprano conduce a la negación del Dios de la Eucaristía.

¡Desdicha inmensa! Porque entonces uno se aleja, como los cafarnaítas, de aquel que tiene palabras de verdad y de vida.

¡A qué consecuencias tan terribles se expone el que no cree en la Eucaristía ! En primer lugar, se atreve a negar el poder de Dios. ¿Cómo? ¿Puede Dios ponerse en forma tan despreciable? Imposible, imposible! ¿Quién puede creerlo?

A Jesucristo le acusa de falsario porque El ha dicho: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.

Menosprecia la bondad de Jesús, como aquellos discípulos que oyendo la promesa de la Eucaristía le abandonaron.

Aun más; una vez negada la Eucaristía , la fe en los de más misterios tiende a desaparecer, y se perderá bien pronto. Si no se cree en este misterio vivo, que se afirma en un hecho presente, ¿en qué otro misterio se podrá creer?.

Sus virtudes muy pronto se volverán estériles, porque pierden su alimento natural y rompen los lazos de unión con Jesucristo, del cual recibían todo su vigor; ya no hacen caso y olvidan a su modelo allí presente.

Tampoco tardará mucho en agotarse la piedad, pues queda incomunicada con este centro de vida y de amor.

Entonces ya no hay que esperar consuelos sobrenaturales en las adversidades de la vida, y, si la tribulación es muy intensa, no queda más remedio que la desesperación. Cuando uno no puede desahogar sus penas en un corazón amigo, terminan éstas por ahogarnos.

Creamos, pues, en la Eucaristía. Hay que decir a menudo: “Creo, Señor; ayuda mi fe vacilante.” Nada hay más glorioso para, nuestro Señor que este acto de fe en su presencia eucarística. De esta manera honramos, cuanto es posible, su divina veracidad, porque, así como la mayor honra que podemos tributar a una persona es creer de plano en sus palabras, así la mayor injuria sería tenerle por embustero o poner en duda sus afirmaciones y exigirle pruebas y garantías de lo que dice. Y si el hijo cree a su padre bajo su palabra el criado a su señor y los súbditos a su rey ¿porqué no hemos de creer a Jesucristo cuando nos afirma con toda solemnidad que se halla presente en el santísimo Sacramento del altar?

Este acto de fe tan sencillo y sin condiciones en la palabra de Jesucristo le es muy glorioso, porque con él le reconocemos y adoramos en un estado oculto. Es más honroso para nuestro amigo el honor que le tributamos, cuando le encontramos disfrazado y, para un rey, el que se le da cuando se presenta vestido con toda sencillez, que cualquier otro honor recibido de nosotros en otras circunstancias. Entonces honramos de veras la persona y no los vestidos que usa.

Así sucede con nuestro Señor en el santísimo Sacramento.

Reconocerle por Dios, a pesar de los velos eucarísticos que lo encubren, y concederle los honores que como a Dios le corresponden es propiamente honrar la divina persona de Jesús y respetar el misterio de que se rodea. Al mismo tiempo obrar así es para nosotros más meritorio, pues como san Pedro, cuando confesó la divinidad del hijo del hombre, y el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesucristo lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de lo que nos dicen los sentidos, fiados únicamente de Su palabra infalible.

Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo la Eucaristía. ¡Allí está Jesucristo! Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al entrar en la iglesia; rindámosle el homenaje de la fe y del amor que le tributaríamos si nos encontráramos con El en persona. Porque, en hecho verdad, nos encontramos con Jesucristo mismo.

Sea éste nuestro apostolado y nuestra predicación, la más elocuente, por cierto, para los incrédulos y los impíos.

(San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas , Ed. Eucaristía, 4ª Ed., Madrid, 1963, Pág. 39-41)

7 respuestas »

  1. ¿Y hoy? ¿Cuántos somos los que no tenemos el «pan de los ángeles»? ¿Cuántos los que sólo podemos adorarlo con nuestras intenciones porque nuestros cuerpos no pueden arrodillarse ante la Presencia de Jesucristo en la Eucaristía?
    ¡Qué misterio tan grande! «Si no comiereis mi cuerpo y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros» dijo el Señor. Nuestras ciudades están llenas de cadáveres ambulantes…¿dónde está el alimento que da vida eterna? ¿dónde tenemos que ir a buscarlo? Todas las civilizaciones han querido inmortalizarse: monumentos, palacios, pirámides, y los han llenado de momias; todos han buscado el modo de perpetuarse y conseguir lo que les diera vida eterna: la magia, la alquimia, los rituales satánicos, y han conducido a los hombres al servilismo y a la posesión diabólica de hombres y sociedades…
    Y para los que creemos en Cristo, doblementre es para nosotros «un Dios escondido», porque «en la cruz estaba velada su Divinidad y en la Eucaristía hasta su Humanidad», pero sin Sacerdocio Católico y sin verdadero Sacrificio Perpetuo no tenemos nada!
    ¡Cuántas son las almas que NUNCA en su vida han podido recibir la Sagrada Eucaristía! ¡Sesenta años de Apostasía han dejado al mundo lleno de muertos!
    La Santa Iglesia enseña que «fuera de Ella no hay salvación» porque no existe la vida sobrenatural, la vida eterna sin Ella es pura ilusión, y sin Ella no hay Eucaristía, cuya figura era el´»árbol de la Vida» del Paraíso, que comiendo sus frutos doce veces al año, el hombre no vería la muerte. Por eso la Santa Iglesia en sus Preceptos dice: «confesar y comulgar POR LO MENOS una vez al año y para Pascua de Resurrección»
    ¡Qué duro se hace este destierro sin la Comunión! Por lo menos en mi caso, hace años que sólo puedo hacer la «comunión espiritual», y cuántos cristianos igual !!!.
    Han equivocado el combate los Obispos, creyeron -mal- que teniendo «su» Misa para ellos y «sus» fieles estaba resuelto el problema. Todavía no se han dado cuenta que el objetivo de los enemigos era doble: el Sacerdocio y la Eucaristía. Quitaron los «obstáculos» y esparcieron la Apostasía, y ahora la Ramera propaga la muerte!
    ¿Cuándo despertarán de su letargo? ¿Hasta cuándo seguirán haciendo que por su silencio el Nombre de Dios sea blasfemado?
    Yo los acuso de cobardes!

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  2. Y Hoy? Hoy No hay que contaminarse tomando de la copa de la Ramera porque ella es la que embriaga al mundo entero con las abominaciones hay que huir de todas las parodias de misa ejecutadas por los curas sodomitas impostores y escuchar el grito apocalíptico salid de ella pueblo mío para que no os hagáis participe de su pecado y para que no recibáis parte de su castigo.

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  3. Bueno, aun hay misas tridentinas en algunos lugares. En ellas se administra la eucaristía tras el sacrificio eterno.

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  4. Yo ando como tú Simón, hace tiempo que me conformo con Comuniones Espirituales…

    Y bueno, es una desgracia que la fiesta del Corpus, que es para adorar el Cuerpo de Dios, se ha convertido en una fiesta para adorar el cuerpo del hombre ¿cómo? pues con ferias, bailes, diversión, placer, etc, en vez de ir a una Iglesia a adorar al Santísimo. Es algo que pasa com todas las fiestas de la Iglesia, la Semana Santa es un tiempo de vacaciones de sol y playa, la Navidad para regalos y familia, las fiestas de Patronos para emborracharse y disfrutar, etc, etc.

    Por cierto me cambio de nick de Juan a Servidor porque me gusta más así.

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  5. A rokoko: Antonio Caponneto no es referente. Es «línea media» Aunque no lo diga su lema también es «reconocer y resistir». Y juzga, y juzga y sigue juzgando al que cree «vicario» de Cristo, contraviniendo el principio que la «Primera Sede no puede ser juzgada por nadie». Pero hacer eso a Caponneto le da público y fama de «ortodoxo». Cita a los Santos y a los Mártires que dieron la vida por la Fe, pero él, por no confesar la verdadera Fe, continúa en la obsecuencia y en la ignorancia culpable, adormeciendo las conciencias con una supuesta «buena doctrina»
    Lo dicho: no es referente.

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