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FRANCISCO: «EL ESTADO DEBE SER LAICO»


 

¿Francisco contra León XIII?

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Cuando Pilato, lleno de miedo delante del Dios y Hombre verdadero, se escuda en su poder temporal para ocultar la tremenda inseguridad que lo invadía y amenaza Jesús con su presunta autoridad ―“¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?” (Jn 19, 10)―, da oportunidad al Divino Salvador de dejar consignado para todos los tiempos el origen de cualquier autoridad en este mundo: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto”. (Jn 19, 11) Por eso, nada más natural que con el desarrollo del cristianismo los Estados occidentales se hayan conformado en unión y bajo la influencia de la Iglesia Católica, promotora de las universidades, de la cultura, de los hospitales, etc., siempre esparciendo la luz del evangelio entre todos los pueblos con su acción benéfica, llevándolos a superar a los demás pueblos paganos.

Sin embargo, los grandes cambios en el Occidente provocados por la decadencia de la Edad Media, pasando por las grandes convulsiones de la Revolución Francesa y llegando a la modernización del siglo XIX, fomentaron y repitieron la acusación calumniosa de que la Iglesia no es amiga del Estado y que no es capaz de promover el desarrollo de una sociedad bien constituida. Promovían, por lo tanto, la separación entre los dos ámbitos, con todas las consecuencias que conocemos en nuestros días. Es este el tema que León XIII trae a colación en su famosa Encíclica “Immortale Dei”, sobre la constitución cristiana del Estado. Este Pontífice, preocupado con los rumbos de secularización y relativismo religioso de su tiempo, aún recuerda que el Apóstol afirma que “no hay autoridad sino por Dios”. (Rom 13, 1) Y “así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla” (Immortale Dei, n. 3). No obstante, en contra de todo lo que la propia Historia comprueba, para Francisco el “Estado debe ser laico” y “los Estados confesionales terminan mal”…

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De Denzinger-Bergoglio