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SANTAS PERPETUA Y FELICIDAD Y SANTOS COMPAÑEROS MÁRTIRES


6 de marzo. Santas Perpetua y Felicidad y santos compañeros mártires. A.D. 202

Papa San Ceferino. Emperador: Severo.

«La idea de Dios santifica el dolor: la idea de ofrecerlo a Dios ilumina; el pensamiento de soportarlo por la causa de Dios lo hace agradable. Yo no estoy solo, dijo San Pablo, en medio de la persecución y del trabajo, porque la gracia de Dios está conmigo.»

Martirio de Santa Perpetua y Santa Felicitas. Giovanni Gottardi. XVIII.

Martirio de Santa Perpetua y Santa Felicitas.
Giovanni Gottardi. XVIII.

Acta de Martirio de Santas Felicidad y Perpetua (año 203 d.C.)

Cartago, 7 de marzo de 203

Las actas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (7 de marzo del 203) constituyen un relato altamente significativo para darnos una idea, al menos aproximada, de las exigencias que el cristianismo comportaba en la vida pública, social y familiar. El ejemplo que protagonizaPerpetua es una muestra patente de anteponer los dictados de la fe a los lazos de la sangre y de la familia:

image[…]

“Fueron detenidos los adolescentes catecúmenos Revocato y Felicidad, ésta compañera suya de servidumbre; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, instruida en las artes liberales, legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos hermanos, uno de éstos catecúmeno como ella, y un niño pequeñito al que alimentaba ella misma. Contaba unos veintidós años.

A partir de aquí, ella misma narró punto por punto todo el orden de su martirio (y yo lo reproduzco, tal como lo dejó escrito de su mano y propio sentimiento).

Mosaico de Cartago

Mosaico de Cartago

“Cuando todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros perseguidores, como mi padre deseara ardientemente hacerme apostatar con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejara en su empeño de derribarme:

– Padre –le dije-, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?

– Lo veo –me respondió.

– ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?

– No.

– Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: cristiana.

[…]

De allí a unos días, se corrió el rumor de que íbamos a ser interrogados. Vino también de la ciudad mi padre, consumido de pena, se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo:

– Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.

Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de animarlo, diciéndole:

– Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios.

Y se retiró de mi lado, sumido en la tristeza.

 Entrada del circo donde tuvo lugar el martirio de Santa Perpetua, de Santa Felicitas y sus compañeros. Cartago. Actual Túnez.


Entrada del circo donde tuvo lugar el martirio de Santa Perpetua,
de Santa Felicitas y sus compañeros.
Cartago. Actual Túnez.

Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató súbitamente para ser interrogados, y llegamos al foro o plaza pública. Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la plaza, y se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado. Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por fin me llegó a mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y me arrancó del estrado, suplicándome:

– Compadécete del niño chiquito.

Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano:

– Ten consideración –dijo- a las canas de tu padre; ten consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de los emperadores.

Y yo respondí:

– No sacrifico.

– Luego ¿eres cristiana?

– Sí, soy cristiana.

Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme, Hilariano dio orden de que se lo echara de allí, y aun le golpearon. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. Así me dolí también por su infortunada vejez.

[…]

Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial de la cárcel, empezó a tenernos gran consideración, por entender que había en nosotros una gran virtud. Y así, admitía a muchos que venían a vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros.

Mas cuando se aproximó el día del espectáculo, entró mi padre a verme, consumido de pena, y empezó a mesarse su barba, a arrojarse por tierra, pegar su faz en el polvo, maldecir de sus años y decir palabras tales, que podían conmover la creación entera. Yo me dolía de su infortunada vejez.

[…]

En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del Señor, del modo que vamos a decir:

Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo (pues fue detenida encinta), estando inminente el día del espectáculo, se hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se había de diferir su suplicio por razón de su embarazo (pues la ley veda ejecutar a las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos de pensar que habían de dejar atrás a tan excelente compañera, como caminante solitaria por el camino de la común esperanza. Juntando, pues, en uno los gemidos de todos, hicieron oración al Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, sobrecogieron inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y como ella sintiera el dolor, según puede suponerse, de la dificultad de un parto trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de la prisión:

– Tú que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?

Y ella respondió:

– Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él.

Y así dio a luz una niña, que una de las hermanas crió como hija.

[…]

Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía, por insinuaciones de hombres vanos, no se le fugaran de la cárcel por arte de no sabemos qué mágicos encantamientos, se encaró con élPerpetua y le dijo:

– ¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como somos reos nobilísimos, es decir, nada menos que del César, que hemos de combatir en su  natalicio? ¿O no es gloria tuya que nos presentemos ante él con mejores carnes?

El tribuno sintió miedo y vergüenza, y así dio orden de que se los tratara más humanamente, de suerte que se autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a los demás, y que se aliviaran mutuamente; más que más, ya que el mismo Pudente había abrazado la fe.

[…]

Circo de Cartago

Circo de Cartago

Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima, comprada expresamente contra la costumbre. Así, pues, despojadas de sus ropas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, joven delicada, y a la otra, que acababa de dar a luz. Las retiraron, pues y las vistieron con unas túnicas.

La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor. Luego, requerida una aguja, se ató los dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria.

Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron llevadas a la puertaSanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico, a la sazón catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un sueño (tan absorta en el Espíritu había estado), empezó a mirar en torno suyo, y con estupor de todos, dijo:

– ¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen?

Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo y vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también catecúmeno, y le dirigió estas palabras:

– Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos.

[…]

Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro para juntar sus ojos, compañeros del homicidio, con la espada que había de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente se levantaron y se trasladaron donde el pueblo quería. Antes se besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con el rito solemne de la paz.

Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro; pero señaladamente Sáturo (que era quien los había introducido en la fe y que se había entregado voluntariamente al conocer su encarcelamiento para compartir así su suerte), como fue el primero en subir la escalera y en su cúspide estuvo esperando a Perpetua, fue también el primero en rendir su espíritu.

En cuanto a ésta, para que gustara algo de dolor, dio un grito al sentirse punzada entre los huesos. Entonces ella misma llevó a su garganta la diestra errante del gladiador novicio. Tal vez mujer tan excelsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien era temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera querido.

Santas perpetua y Felicidad en un Icono.

Santas perpetua y Felicidad en un Icono.

¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y  a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén.”

(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 419-440)

Visto en «primeros cristianos»

[Sigue el texto de «Vidas de Santos» de A.Butler]

(6 de marzo). Santa Perpetua y Felicidad y compañeros mártires

perpetua y felicidad

Las actas del martirio de Santa Perpetua, Santa Felicitas y sus compañeros, constituye uno de los más grandes tesoros hagiológicos que han llegado hasta nosotros. En el siglo IV, se acostumbraba leer públicamente esas actas en las iglesias de África. El pueblo les profesaba una estima tan grande, que San Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura. Se trata de un documento puramente humano, como es natural, pero que conserva en forma singularmente vivida las palabras de las dos mártires.

Durante la persecución emprendida por el emperador Severo, fueron arrestados en Cartago cinco catecúmenos, el año 205. Eran éstos Revócate, Felícitas (su compañera de esclavitud, que estaba embarazada desde hacía varios meses) Saturnino, Secúndulo y Vibia Perpetua. Esta última tenía veintidós años de edad, era esposa de un hombre de buena posición y madre de un pequeñín. Sus padres y dos de sus hermanos vivían aún, en tanto que el tercero de sus hermanos llamado Dinócrates, había muerto a los siete años de edad. A estos cinco prisioneros se unió Saturo, quien les había instruido en la fe y se negó a abandonarles. El padre de Perpetua, de quien ella era la hija predilecta, era un pagano ya bastante entrado en edad; su madre era probablemente cristiana, lo mismo que uno de sus hermanos y el otro era todavía catecúmeno. Los prisioneros fueron puestos bajo vigilancia en una casa particular. Perpetua narra así sus sufrimientos: «Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: «Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo? ¿Acaso puede llamarlo con un nombre que no lo designe por lo que es?» «No replicó él. «Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana.» Al oír la palabra «cristiana mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron... Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo… En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión, donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable, pues la prisión estaba llena. Los soldados nos trataban brutalmente. Para colmo de males, yo tenía ya dolores de vientre. Entonces Tercio y Pomponio, los dos santos diáconos que nos llevaban los sacramentos, pagaron a los soldados para que nos trasladasen, durante algunas horas, a un rincón menos malo de la prisión y nos diesen algún alivio. Todos los hombres se alejaron un poco y yo amamante a mi hijito, que estaba muy débil por falta de alimento. Manifesté a mi madre la pena que esto me causaba, alenté a mi hermano y encargué a los dos que cuidaran a mi hijito. Me daba mucha pena verlos sufrir por mí. Durante varios días estuve muy abatida; por fin conseguí que me permitiesen que mi niño sequedase conmigo en la prisión; esto me quitó la principal de mis preocupaciones, con lo cual recobré inmediatamente la salud, de suerte que la cárcel empezó parecerme un palacio, en el que estaba yo más feliz que en cualquier otra parte.

«Mi hermano me dijo un día: «Hermana, ahora gozas de gran favor en el cielo; pide a Dios que te dé a conocer si te espera el martirio o la libertad.» Yo sabía que Dios no podía dejar de escucharme porque yo sufría por Su causa y le dije, llena de confianza: «Mañana te daré la respuesta de Dios, Hermano.» Oré, pues, a Dios, y su respuesta fue la siguiente: Vi una escalera de oro, extraordinariamente larga, que ascendía hasta el cielo, pero tan estrecha, que solo una persona podía subir. A ambos lados había toda clase de armas colgadas: espadas, lanzas, garfios, puñales. Se hallaban dispuestas de tal modo, que quien subía descuidadamente, sin mirar hacia arriba, recibía inmediatamente una multitud de heridas. Al pie de la escalera había un inmenso dragón, que acechaba a los qué querían subir y trataba de impedirles que lo hicieran. El primero en subir fue Saturo, quien se había entregado espontáneamente por nosotros, pues él nos había instruido en la fe y se hallaba ausente en el momento que nos hicieron prisioneros. Al llegar a lo alto de la escalera, Saturo se volvió y me dijo: «Perpetua, aquí te espero; pero cuídate de que no te muerda el dragón«. Yo le respondí: «En el nombre de Jesucristo, no me morderá«. Al punto, el dragón apartó su cabeza, como si me tuviese miedo, y la colocó sobre el primer escalón, de suerte que para dar el primer paso tuve que pisarle la frente. Seguí subiendo y vi un gran jardín, en cuyo centro se hallaba un hombre alto y de cabello blanco, vestido de pastor, ordeñando sus ovejas; alrededor había millares de personas vestidas de blanco. El hombre levantó la cabeza, fijó en mí sus ojos y me dijo: «Bienvenida, hija mía.« Y me llamó y me dio unos quesos; yo los tomé en mis manos y me los comí; y todos los que nos rodeaban decían Amén. Desperté al oír esa palabra y mi boca tenía todavía un aroma muy agradable. Inmediatamente conté lo sucedido a mi hermano y ambos comprendimos que nos esperaba el martirio y renunciamos a toda esperanza de este mundo.

«Poco después, corrió el rumor de que nos iban a juzgar. Mi padre vino desde la ciudad, muy angustiado, con el intento de apartarme de mi resolución. Me dijo: «¡Hija mía; apiádate de mis canas! Ten piedad de tu padre, si es que soy digno de que me llames padre; apiádate de mí que te he educado y te he preferido siempre a tus hermanos. No tienes nada que reprocharme. Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo.» Así habló mi padre, lleno de amor por mí, besando mis manos y arrodillado delante de mí; estaba tan conmovido, que ya no me decía«hija» sino «señora«. Esto me hizo sufrir, pues comprendía que mi padre sería el único de los míos que no se regocijaría de mi martirio. Le consolé como pude, diciéndole: «Las cosas sucederán como Dios lo disponga, pues estamos en Sus manos y no en las nuestras.« Y mi padre partió muy angustiado. Otro día, cuando estábamos comiendo, nos llamaron súbitamente a juicio y nos condujeron a la plaza del mercado. La noticia se había extendido rápidamente y había acudido una enorme multitud. Nos colocaron en una plataforma frente al juez, que era Hilariano, el procurador de la provincia, pues el procónsul acababa de morir. Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: «Apiádate de tu hijo». El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome: «Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores.» Yo respondí: ¡No! «¿Eres cristiana?», me preguntó Hilariano. Yo contesté:«Sí, soy cristiana.» Como mi padre persistiese en tratar de apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataran a mi padre anciano. Entonces el juez nos condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión. Como mi hijo estaba acostumbrado al pecho, rogué a Pomponio que le trajese a la prisión, pero mi padre se negó a dejarle venir. Pero Dios dispuso las cosas de suerte que mi hijo no extrañó el pecho y a mí no me hizo sufrir la leche de mis pechos.»

Según parece, Secúndulo había muerto en la prisión antes del juicio. Antes de dictar la sentencia, Hilariano había mandado azotar a Revócalo y Saturnino y abofetear a Perpetua y Felicitas. Se reservó a los mártires para los espectáculos que se iban a ofrecer a los soldados durante las fiestas de Geta, a quien su padre, Severo, había nombrado César cuatro años antes, en tanto que había nombrado Augusto a su hijo Caracala.

Santa Perpetua relata así otra de sus visiones: «Pocos días después, mientras estaba yo orando, se me escapó el nombre de Dinócrates. La cosa me sorprendió mucho, pues yo no estaba pensando en él. Al punto comprendí que debía orar por él y así lo hice con gran fervor e insistencia. Esa misma noche tuve una visión. Vi a Dinócrates salir, sudoroso y sediento, de un sitio muy oscuro en el que había muchas personas; en su pálido rostro se veía la herida que tenía al morir. Dinócrates era mi hermano según la carne y había muerto a los siete años, consumido por una terrible gangrena facial. Por él estaba yo orando; pero entre los dos había un gran abismo, de modo que no podíamos aproximarnos. Cerca de él había una fuente; pero el borde era bastante alto, de suerte que Dinócrates tuvo que ponerse de puntas para poder beber. Pero ni en esa forma logró alcanzar el agua, porque el borde era demasiado alto para él; al despertarme, comprendí que mi hermano se hallaba en un sitio de sufrimientos. Sin embargo, sentí una gran confianza en que podía ayudarle y pedí a Dios por él hasta el día en que nos trasladaron a la prisión del cuartel, pues estábamos destinados a luchar con las fieras, durante las fiestas que iban a celebrarse en el cuartel en honor del cesar Geta. Yo seguí pidiendo día y noche por mi hermano, con muchas lágrimas. Cuando se acercaba el día del martirio tuve una visión. Vi el mismo sitio en que antes se hallaba mi hermano, pero ahora estaba lleno de luz. Dinócrates estaba limpio, bien vestido y muy fresco; donde antes estaba la herida del rostro, sólo había ahora una cicatriz; y el borde de la fuente le quedaba ahora a la altura del pecho; el agua brotaba constantemente y sobre el borde había una vasija de oro llena de agua. Dinócrates se acercó y empezó a beber y el agua de la vasija no se agotaba. Dinócrates bebió hasta saciarse y después se alejó, jugando como un niño. Yo desperté, segura de que ya no sufría.

«Unos cuantos días después, Pudente, el jefe de la prisión, empezó a mostrarnos cierta consideración y a permitir que nos visitasen, pues se había dado cuenta de nuestro gran poder. Poco antes del día de las fiestas, mi padre vino a verme, abrumado de dolor, y comenzó a mesarse la barba, a echarse al suelo a maldecir su ancianidad y a decir cosas que habrían conmovido al más duro de los hombres. Yo sentí una gran compasión por él.

«La víspera del día del martirio tuve otra visión. Vi al diácono Pomponio aproximarse y llamar estruendosamente a la puerta de la prisión. Fui a abrirle y le encontré vestido con una túnica sin ceñidor y calzado con unos zapatos muy extraños. Pomponio me dijo: «Perpetua, te estamos esperando; ven conmigo.» Entonces me tomó por la mano y echamos a andar penosamente por un sendero áspero y desagradable, hasta que llegamos al anfiteatro. Pomponio me condujo hasta el centro del circo y me dijo: «No tengas miedo; yo estoy contigo y sufriré contigo.» Después se alejó. Yo levanté los ojos y vi una inmensa multitud. Como yo sabía que estaba condenada a las fieras, me extrañó no ver ninguna en la arena. Entonces apareció un desagradable egipcio con sus servidores para luchar contra mí. Pero al mismo tiempo, apareció una tropa de jóvenes que venían a defenderme. Cambiaron mis vestidos por los de un hombre y me ungieron con aceite para el combate; y vi que el egipcio mordía el polvo delante de mí. Entonces apareció un hombre tan alto, que su cabeza sobresalía por encima del anfiteatro; estaba vestido con una túnica de púrpura sin ceñidor y en el centro de su pecho colgaban dos listones; sus sandalias estaban curiosamente tejidas con oro y plata; tenía un bastón como el de los jefes de los atletas y en las manos llevaba una bandeja verde con manzanas de oro. Ordenó a la multitud que se callara y dijo: «Si el egipcio vence a Perpetua, tendrá derecho a decapitarla con la espada; y si Perpetua vence al egipcio, recibirá en premio esta bandeja.« Después de decir esto, se retiró. Y el egipcio y yo empezamos a golpearnos. El egipcio trataba de cogerme por los pies, pero yo no dejaba de golpearle el rostro con los talones; y empecé a volar y a darle golpes por arriba. Viendo que la lucha iba decayendo, me froté las manos. Logré cogerle la cabeza y hacerle caer de bruces; entonces puse el pie sobre su rostro. La multitud lanzó grandes gritos, en tanto que mis acompañantes cantaban salmos. Y yo me acerqué al jefe de los atletas, quien me entregó la charola, me besó y me dijo: «La paz sea contigo, hija mía.« Y yo me aproximé triunfalmente a la Puerta de la vida. [«Porta sanavivaria.» Ver el penúltimo párrafo de este artículo.] En ese mismo instante desperté. Entonces comprendí que mi combate no iba a ser contra las fieras, sino contra el demonio, pero que yo saldría victoriosa. Esto lo escribí hasta la víspera de los juegos; lo que suceda en los juegos lo escribirá quien se sienta llamado a ello.»

San Sáturo nos dejó también escrita una visión que tuvo. Los ángeles le condujeron junto con sus compañeros a un hermoso huerto, donde encontraron a los mártires Jocundo, Saturnino y Artaxio, que habían perecido recientemente en la hoguera, y a Quinto, que había muerto en la prisión. Después los llevaron los ángeles a un palacio luminoso, donde se hallaba sentado un anciano de cabellos blancos y rostro de joven, «cuyos pies no veíamos»; a la diestra y a la siniestra del Anciano estaban otros muchos ancianos que cantaban al unísono: «Santo, Santo, Santo.» Saturo y sus compañeros se detuvieron ante el trono; «besamos al Anciano, quien pasó su mano sobre nuestros rostros.» [Cf. Apocalipsis 7:17: «Y Dios secará las lágrimas de sus ojos.»] Y los otros ancianos nos dijeron: «Levantaos.» Y nos levantamos y les dimos el beso de la paz. Entonces los ancianos nos dijeron: «Id a luchar.» Sáturo dijo a Perpetua: «Ya tienes todo lo que puedes desear.» Perpetua replicó: «Alabado sea Dios, que me dio la felicidad en el mundo y me ha dado aquí una felicidad todavía mayor.» Sáturo añade que al salir, encontraron delante de la puerta a su obispo Optato y a un sacerdote llamado Aspasio, que estaban solos y tristes. Ambos se postraron a los pies de los mártires y les rogaron que les reconciliasen, pues habían tenido un pleito. Cuando Perpetua se hallaba conversando con ellos, «bajo un árbol de rosas los ángeles ordenaron a los dos clérigos que se reconciliasen y dijeron a Optato que acabase con los partidos en su iglesia. Sáturo añade: «Entonces empezamos a reconocer a muchos mártires y nos dio fuerza un perfume indescriptible y delicioso. Desperté con el alma llena de gozo.»

Probablemente un testigo presencial completó las actas. Felícitas tenía miedo de que se la privase del martirio, porque generalmente no se condenaba a la pena capital a las mujeres embarazadas. Todos los mártires oraron por ella y así dio a luz a una hija en la prisión; uno de los cristianos adoptó a la niña. El alcalde de la prisión, temiendo que los cautivos empleasen algún conjuro mágico para escapar, les trataba rudamente y había prohibido todas las visitaspero Perpetua habló con él y a raíz de esa conversación, empezó a tratar mejor a los prisioneros y permitió que recibiesen la visita de algunos de sus amigos. Por otra parte, el carcelero Pudente, «que había llegado a la fe,» hacía cuanto podía por los mártires. La víspera del martirio se les ofreció, según la costumbre, una comida pública llamada «la fiesta gratuita»; los prisioneros se esforzaron por convertirla en un ágape o «fiesta de amor» y hablaron a todos del juicio de Dios y del gozo con que iban al martirio. Su valor asombró a los paganos y produjo numerosas conversiones.

El día del martirio, los prisioneros salieron de la cárcel como si fuesen al cielo. Abrían la marcha los hombres; detrás de ellos iba Perpetua «cuyos ojos brillaban de tal modo, que hacían bajar las miradas de los circunstantes» junto con Felicitas, «la cual se sentía muy dichosa al pasar de manos de la partera a las del verdugo para recibir, después de sus dolores, la purificación de un segundo martirio A las puertas del anfiteatro, los guardias intentaron hacer que los hombres revistiesen las túnicas de los sacerdotes de Saturno y las mujeres el vestido consagrado a Ceres; pero Perpetua se resistió tan vigorosamente, que los guardias acabaron por dejarles entrar en la arena con sus propios vestidos. La multitud, furiosa al ver la valentía de los mártires, pidió a gritos que les azotaran; así pues, cada uno de ellos recibió un latigazo al pasar frente a los gladiadores. Saturnino había pedido que le echasen encima diferentes fieras para que su corona fuese más gloriosa; de acuerdo con su deseo, él y Revócalo tuvieron que hacer frente primero a un leopardo y luego a un oso. Por su parte, Saturo, que tenía mucho miedo a los osos, hubiese querido que un leopardo acabase rápidamente con él. Le echaron un jabalí, que se volvió contra el domanor y le mordió, de suerte que éste murió pocos días después, en cambio, a Saturo sólo le arrastró por la arena. Entonces los guardias ataron al mártir y le pusieron frente a un oso; pero éste no quiso salir de su jaula y hubo que dejar el martirio de Saturo para más tarde. Esto le proporcionó la oportunidad de hablar con Pudente, el carcelero, que se había convertido. Saturo le animó, diciéndole: «Ya ves que, como lo había yo deseado y predicho, ninguna fiera se ha atrevido a tocarme. Cree firmemente. Mira: la próxima vez me van a echar a un leopardo que acabará conmigo de una sola mordida.» Así sucedió; un leopardo saltó sobre él y le dejó cubierto de sangre en un instante. La multitud daba alaridos y gritaba: «¡Ahora sí está bien bautizado!» El mártir, ya agonizante, dijo a Pudente: «¡Adiós! Conserva la fe, acuérdate de mí, y que esto sirva para confirmarte y no para confundirte.» Y, tomando el anillo del carcelero, lo mojó en su propia sangre, lo devolvió a Pudente y murió. Así fue a esperar a Perpetua, como ésta lo había predicho.

Perpetua y Felícitas fueron arrojadas a una vaca salvaje. La fiera ata primero a Perpetua, quien cayó de espaldas; pero la mártir se sentó inmediatamente, se cubrió con su túnica desgarrada y se arregló un poco los cabellos para que la multitud no creyese que tenía miedo. Después fue a reunirse con Felícitas, que yacía también por tierra. Juntas esperaron el siguiente ataque de la fiera; pero la multitud gritó que con eso bastaba; los guardias las hicieron salir por la Puerta Sanavivaria, que era por donde salían los gladiadores victoriosos. Al pasar por ahí, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis preguntó si pronto iba a enfrentarse a las fieras. Cuando le dijeron lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Entonces llamó a su hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo: «Permaneced firmes en la fe y guardad la caridad entre vosotros; no dejéis que los sufrimientos se conviertan en piedra de escándalo.» Entre tanto, la veleidosa muchedumbre pidió que las mártires compareciesen nuevamente; así se hizo, con gran gozo de las dos santas. Después de haberse dado el beso de paz, Felicitas fue decapitada por los gladiadores.

perpetua degollaciónEl verdugo de Perpetua, que estaba muy nervioso, erró el primer golpe, arrancando un grito a la mártir; ella misma tendió el cuello para el segundo golpe. «Tal vez porque una mujer tan grande… sólo podía morir voluntariamente.»

En 1907, el P. Delattre descubrió y restauró una antigua inscripción en la basílica Majorum de Cartago. En dicha basílica habían sido enterrados los cuerpos de los mártires, según lo dice expresamente Víctor Vítense, un obispo africano del siglo V que había visitado la tumba. El contenido de la inscripción es el siguiente: «Aquí reposan los mártires Saturo, Saturnino, Revócalo, Secúndulo, Felicitas y Perpetua, quienes sufrieron en las nonas de marzo.» Sin embargo, no es posible afirmar con toda certeza que esa inscripción sea precisamente la de la losa sepulcral de los mártires. El día en que se conmemora su martirio es el de las nonas de marzo (7 de marzo); pero su fiesta ha sido trasladada al 6 del mismo mes para evitar que coincida con la de Santo Tomás de Aquino. Estos mártires aparecen en todos los calendarios y martirologios antiguos, como por ejemplo en el calendario filocaliano de Roma (354 d.C.) y en el calendario sirio, redactado probablemente en Antioquía, a fines del siglo IV.

Naturalmente existe una literatura muy amplia sobre las actas de las santas Felícitas y Perpetua. Los principales textos griegos y latinos se encuentran en la edición de Armitage Robinson, Texts and Studies, vol. I, pte. 2. Entre las traducciones inglesas, citaremos la de R. W. Muncey, The Passion of St. Perpetua, (1927), y E. C. E.Owen, Some Acts of the Early Martyrs (1927). Pero la mejor obra es la de W. H. Shewring, The Passion of Perpetua and Felicity (1931), con un texto latino y una introducción excelente. Actualmente se ha abandonado casi del todo la teoría de que el texto primitivo era el griego, traducido posteriormente al latín. Ningún autor admite la curiosa hipótesis de Hilgenfeld de que las actas fueron originalmente redactadas en lengua púnica. Muchos historiadores, entre los que se cuenta el P. Adhémar d´Ales, se inclinan a creer que Tertuliano fue el editor de las actas. Una de las razones en que se apoya esta teoría es que en las actas aparecen las huellas de las doctrinas y la fraseología montañistas; pero, como lo ha demostrado Delehaye, esas huellas son ligerísimas y no bastan para identificar las actas con cualquier especie de doctrinas heréticas. Ver Delehaye. Les Passions des martyrs et les genres littéraires (1921), pp. 63-72, Cf. Monceaux, Histoire Littéraire de l´Afrique chrétienne I, pp. 70-96, y A. J. Masón, Historie Martyrs, (1905), pp. 77-106.

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