[Rescatamos un artículo sobre María Reina. Lo tomamos como en ocasiones anteriores de la Revista Roma]
EXPLICACIÓN TEOLÓGICA DE LA REALEZA DE MARÍA
Fr. Jesús M. de Goicochea O.F.M.
Revista Roma N° 91/92. – Octubre de 1985
Casi todos los teólogos de todos los tiempos, se han preocupado de afirmar el hecho de la realeza de María y de aducir testimonios de las fuentes de la Revelación para probarlo; pocos, muy pocos relativamente, han sido los que antes de ahora, se han detenido en desentrañar la naturaleza de esa realeza, y criticar sus fundamentos, títulos y alcances.[1]
Esto nos obliga a comenzar nuestra disertación por precisar el significado de la palabra realeza. Después daremos una rápida ojeada al paralelismo entre la realeza de Jesús y de María; porque la una depende de la otra; luego expondremos brevemente la realeza de María en razón de su excelencia, y por fin, más largamente, por ser lo principal, trataremos de explicar a fondo la realeza de María «ratione potestatis» a la luz de la predestinación de la Virgen, de su divina maternidad y condición de Corredentora, aludiendo brevemente a su condición de segunda Eva, de hija de David, Madre del Cuerpo Místico, etc., etc.
Aclaración de términos
Las acepciones primordiales de la palabra realeza pueden reducirse a dos:autoridad y dignidad de la persona que tiene a su cargo el supremo gobierno de una nación; excelencia de una persona sobre las demás por las buenas dotes que le adornan; o sea: la realeza «ratione potestatis» y la realeza «ratione excellentiae». También suele dividirse la realeza en dos sentidos: en sentido propio y en sentido analógico, traslaticio o impropio.
No dejaré de notar que la realeza en sentido propio, o «ratione potestatis» tiene un carácter eminentemente social y legal, siendo el rey como el alma, el corazón y la cabeza del cuerpo moral que es el reino. En cambio la realeza en sentido analógico o «ratione excellentiae» carece de este aspecto social, es algo personal, propio e intrínseco, pues se funda en la posesión de dotes y buenas prendas en grado extraordinario y eminente. Lo uno dice que la persona puede más, tiene más autoridad; lo otro que es mejor, que intrínsecamente vale más que los demás.
Las nociones sobre la realeza, aunque sacadas del orden natural, rpucho más excelentemente se realizan en el sobrenatural, del cual el natural no es sino sombra, imagen y figura: Quiero decir que Cristo es más Rey que todos lo reyes de la tierra, y María más perfectamente Reina que todas las reinas.
Paralelismo entre la realeza de Jesús y la de María
Al hablar de una reina, de inmediato surge en nosotros espontáneamente la idea deesposa o madre de un rey. Parece que la realeza en la mujer fuera siempre algo subordinado y correlativo a la realeza del varón, en quien adquiere su sentido pleno y perfecto.
Esta nota de paralelismo y subordinación de la realeza en la reina, a la realeza del rey, es mucho más perfecta cuando se trata de Jesús y de María, por lo mismo que no hay rey tan hijo de su madre como Jesús de María, ni reina tan madre de su Hijo como María de Jesús.
La muy íntima unión o consorcio, natural o sobrenatural, que hay entre Jesús y María, en cuanto son tal hijo y tal madre (nuevo Adán y nueva Eva, Redentor y Corredentora, etc.), constituye un principio inconcuso de Mariología, y como tal admitido jbor todos los teólogos, a saber, que en todo lo posible y conveniente, las prerrogativas de María se han de explicar a la luz de las prerrogativas análogas de su divino Hijo; porque si de todo hijo se puede decir que, en cierto modo, es la explicación de su madre, como el fruto lo es del árbol que lo produce, con más razón ha de decirse de Cristo, puesto que no teniendo padre, en su naturaleza humana, es por su generación virginal fruto exclusivo de María.
La realeza de María se ha de estudiar, por consiguiente, a la luz de la realeza de Cristo, cuya majestad soberana, reflejándose enteramente en la persona de su Madre, la envuelve en fulgores de verdadera Reina, no sólo de los hombres, sino también de los mismos ángeles.
Jesucristo es verdadero Rey, sumo y universal.
(Pues) siendo Jesucristo verdadero Dios, posee, en común con el Padre y el Espíritu Santo la plenitud de la realeza divina. Por la unión hipostática… se puede afirmar del hombre Cristo lo que de Cristo Dios, por tratarse de una sola misma persona, es decir, de un mismo sujeto de atribución. De esto no puede caber la menor duda. Pero, ¿en razón formal de su naturaleza humana, también se puede decir de Jesucristo que es Rey? Porque sólo bajo este concepto puede haber alguna semejanza y paralelismo entre la realeza de Cristo y la de su Madre.
Sin duda alguna, la unión hipostática comunica a la naturaleza humana de Jesús tal dignidad, nobleza y excelencia que, sin dejar de ser humana (y en esto inferior a la angélica), la coloca, en todo concepto, muy sobre todas las dignidades y excelencias humanas. La naturaleza humana de Cristo, al ser personificada en la divina personalidad del Verbo, «ipso facto» debió adquirir pleno y total derecho al dominio universal sobre todas las cosas creadas, a la verdadera y absoluta realeza.
Los títulos y fundamentos que ha señalado a esta realeza de Cristo, S.S. el Papa Pío XI en su Encíclica «Quas Primas»[2] que citamos largamente en la nota, son la Unión Hipostática y la Redención; pero esto no quiere decir que sean los únicos títulos, aunque sí los principios y los que más claramente se manifiestan.
Jesucristo, en el orden intencional divino, es ya Rey del universo desde el momento que fue predestinado como causa ejemplar y final, modelo arquetipo de todas las criaturas, especialmente de las racionales; pues com dice San Pablo, todo ha sido creado en Cristo, por Cristo y para Cristo, «para que en todo tenga El la primacía» (Col. 5, 18). Este primado que Jesús comparte con su Madre, llama muy acertadamente, «primado» arquitectónico o R. P. Guerra, ofm.[3] Lo cual indica perfectamente la razón primera y fundamental del por que Dios ha constituido a Jesús y a María «reyes absolutos de toda la creación».
Podríamos decir que por el decreto eterno y absoluto de la Encarnación, Jesucristo es constituido en Rey y adquiere el «ius ad rem»; al encarnarse tomó de hecho posesión, o el «ius in re»; por la Redención reconquistó lo que injustamente le fuera arrebatado por el pecado de Adán; y por la glorificación devolverá al Padre el reino que de El había recibido. [4]
Jesucristo, constituido por su predestinación en cabeza de toda la Iglesia con la realeza y el principado, tomaba también sobre sí la responsabilidad do su reino, de modo que en caso de perderse, como de hecho se perdió por ol pecado del primer hombre, a El correspondía la restauración, como un derecho y un deber de amor; como corresponde a la cabeza mirar por los miembros, así compete al rey mirar por los vasallos. El Padre celestial constituyó al Verbo encarnado en Rey de su reino. Y el Hijo probó que era digno du ese honor al manifestar con los trabajos de su vida, pasión y muerte, el amor inmenso, más que de esposo, que tenía por su Iglesia, mereciendo así la gloria inmarcesible con la que Dios le ha coronado.
El título de segundo Adán dado a Cristo incluye la realeza; porque si al primer Adán fue verdadero rey, y por constitución divina,[5] con más razón ha de ser el segundo, de quien el primero, como todo lo del A. T., no fue sino sombra e imagen.
Estas nociones sobre la realeza de Cristo tienen trascendental importancia al tratar de la realeza de María; porque los títulos de ésta son relativos y subordinados a los de su divino Hijo, por Quien, en Quien y para Quien es todo lo que es María entitativa y ministerialmente: en su ser y en su obrar.
La realeza de María «ratione excellentiae»
Significa que la Virgen, por sus relevantes prendas, por sus dones, virtudes, gracias y prerrogativas divinas, está sobre todos, supera a todos, no sólo a los hombres, sino también a los mismos ángeles; ella sobre todos y sobre ella, sólo Jesucristo, que no sólo es hombre sino también Dios.
Hay una distancia infinita entre María, pura creatura, y Dios Creador, en cuya comparación Ella es nada; pero también hay una inmensa distancia entre todas las demás creaturas y la Madre de Dios.[6]
La Virgen, en su naturaleza, entitativa y constitutivamente, es inferior a los ángeles; pero al ser hecha Madre del Verbo encarnado, adquiere una especialísima relación, proximidad y contacto con la unión Hipostática, que la eleva en dignidad, honor y nobleza sobre todas las creaturas que han sido, son, serán, o puedan ser. De aquí el dicho de Santo Tomás, de que la divina maternidad confiere a la Virgen «quandam infinitatem»,[7] cierta infinidad, y a esto añade Gomá que «a tal dignidad debe corresponder un poder equivalente»,[8] o sea, que la realeza «ratione excellentiae» y «ratione potestatis» se reclaman y completan mutuamente.
Esta única y altísima dignidad de María, ha dado origen al principio llamado de lasingularidad trascendente, o sea que María con Jesús constituyen un orden especial, otro mundo superior, sobre el orden de naturaleza, gracia y gloria que llamaríamos común a todos los predestinados, sean ángeles u hombres.[9]
S. S. León XIII afirma de la altísima dignidad de María que «supera muchísimo a todas las naturalezas creadas»[10]. Y en orden a la gracia, el Papa actual [1949] dice de María: «Ella es más santa que los querubines y serafines»[11]. Y no sólo más santa que los ángeles y los hombres singularmente considerados, sino también tomados colectivamente, es decir, más santa que todos ellos juntos. Así lo defienden muchos autores, en cuanto a la gracia consumada de la Virgen, en el último momento de su vida. Y no faltan quienes afirman que esta gracia superior la tuvo desde el primer instante de su concepción inmaculada, o, por lo menos, desde el momento de la encarnación del Verbo.
Las profecías, figuras y símbolos del A.T. que anunciaron y representaron a la Virgen, ya antes de su venida a este mundo, nos dicen cómo Ella ocupa un lugar excelente en los planes de la divina Providencia, cuando así es anticipado y preparado su advenimiento.
También en su Inmaculada Concepción se manifiesta la excelencia de esta Reina, al ser redimida preservativamente de todo pecado y llena de gracia desde el primer instante de su existencia.
El que a María llamemos «la Virgen», sin más, como si Ella fuera la única, significa que Ella lo es por excelencia, o, como dice tan gráficamente la Iglesia, Ella, no sólo es Virgen, sino la misma virginidad: «sancta virginitas»; porque Ella es la personificación de la pureza y por lo mismo es, con todo derecho, la Reina incomparable de todas las vírgenes.
Si María es Virgen y es Madre, y Madre virginal de todo un Hombre-Dios, evidentemente su maternidad es la más excelente posible; porque un hijo más excelente que el mismo Hijo de Dios no puede haber. Si el honor de la madre se ha de medir por la nobleza del hijo engendrado, la dignidad maternal de María alcanza los linderos de lo infinito. Por lo mismo, es evidente por demás que a María le cuadra en toda plenitud el título de Reina de las madres.
A la que mereció ser llamada Esposa del Espíritu Santo, no se le «puede negar el título de Reina de las esposas; porque si la mujer deja su propio nombre para tomar el de su esposo, es porque éste, con el nombre, le comunica también la propia dignidad, haciéndola partícipe de su nobleza.
Como la más pura y hermosa de las doncellas, la más buena y santa de las madres, y la más noble y bella de las esposas, la Virgen es la Reina indiscutible de todas las mujeres, y la mil veces bendita entre todas ellas.
Pasaremos a exponer brevemente los argumentos que justifican el título de Reina por excelencia que damos a la Virgen en relación a los ángeles, patriarcas, profetas, mártires, etc.
La razón más general y fundamental es ésta: los actos que ejecutó la Virgen en orden a la profecía, al martirio, etc., fueron en Ella más perfectos que en los demás profetas, mártires, etc.
La perfección de los actos nace de la dignidad de la persona, la excelencia del principio o naturaleza que los produce, por ejemplo, en los actos sobrenaturales el grado de gracia; los motivos que impulsan a la persona a ejecutar el acto, la intensidad del mismo y la importancia del fin logrado. Es decir, que la excelencia de un acto dependerá de la excelencia de todas las causas y circunstancias que en él intervienen y que de él se siguen. Concretando todo ello en un ejemplo, diremos que la Virgen merece llamarse Reina de los mártires, porque el sufrimiento de María tiene su origen en una caridad mucho más excelente que la de los otros mártires: Ella amaba inmensamente más a Jesús que todos los mártires de todos los tiempos y que todos ellos juntos. Mientras los otros mártires sufren por Cristo, Ella sufría con Cristo, los mismos dolores de Jesucristo que plenamente se reflejaban y repercutían en su corazón de Madre. Por esto su martirio se llama Compasión, no en el sentido vulgar de tener lástima de su Hijo, sino en el.de«compadecer», vale decir, «padecer con El».
Si el principio del dolor era más excelente, también la intensidad del acto en sí era mayor. Siendo la Virgen de sentimientos delicadísimos, e íntegra en cuerpo y alma, naturalmente tenía una capacidad de sufrimiento mayor que las demás, y esta capacidad natural y sobrenatural, aumentada milagrosamente, se llenó en el Calvario hasta los bordes: sufrió todo lo que pudo y pudo más que todos los mártires. Además, sufrió con más paciencia, con más voluntad, más sumisión a Dios; en fin: más y mejor que todos; luego, entitativa e intrínsecamente, el acto fue mucho más perfecto.
En cuanto al fin logrado, es evidente que la potencialidad redentora de la Compasión de María es incomparablemente superior, no sólo al mérito singular de cada uno de los mártires, sino también al mérito colectivo de todos ellos juntos. Sólo a María se le da legítimamente, y en la acepción plena del vocablo, el título de Corredentora; porque realmente, Ella, en Cristo, por Cristo y con Cristo, hizo la redención de todo el género humano.
Lo que hemos dicho del martirio, podríamos decir, mutatis mutandis, de los otros títulos, y tendríamos las razones que justifican plenamente que a María llamemos Reina de los Apóstoles, confesores, etc.
En conclusión de este punto sobre la realeza de María ratione excellentiae,diremos que ella nace de la perfección y santidad supereminente de María, ni siquiera igualada por ninguna otra creatura, y que la realeza ratione excellentiee, o sea la dignidad de la persona, la supereminencia de sus virtudes y dones, elevándola sobre todas las demás criaturas, le da un cierto derecho a la realeza ratione potestatis, ya que el recto orden natural reclama que los mejores sean también quienes gobiernen a los menos dignos. Es, pues, la superioridad intrínseca en el bien, un título adquisitivo de la superoridad extrínseca en el mandar y gobernar: lo que es superior por naturaleza o por gracia, debe regir lo inferior.
La realeza de María, «ratione potestatis»
No se trata pues sólo de un mero título de honor que damos a la Virgen, cuando la llamamos Reina en razón de lo eximio de sus virtudes y santidad; no se trata de que Ella tiene además una autoridad tal, un poder tal y un tal dominio, que es muy semejante a la autoridad, dominio y poder que las reinas de la tierra tienen sobre las personas y cosas de su reino.
Si digo que es semejante, no es porque juzgue ser la realeza de María inferior en calidad a las otras, pues de hecho es muy superior; sólo quiero decir que nada hay tan parecido, y que en algún modo más se aproxime en el orden natural a la realeza divina de María, como la realeza humana, que es algo así como una sombra de aquélla o, a lo más, un pálido reflejo.
María, Reina por su predestinación
El primer título de María a la realeza, es la institución y elección divina que la quiso Reina como la quiso Madre del Verbo; y la quiso Reina porque la quiso Madre. Dios, con poder absoluto, pudo hacer que la Madre del Verbo Encarnado no fuese Reina del universo, como pudo hacer que el Hombre Cristo no fuera Rey; pero esta posibilidad absoluta no se realiza, y puede decirse que no es posible con poder ordenado, por el inconveniente que entraña el que un Hombre-Dios no sea Rey, o una Madre de Dios no sea Reina.
Así como María vino a este mundo sin pecado original y fue preservada en virtud de los méritos previstos de Jesucristo, así también Ella, ya en su misma predestinación, fue constituida Reina, en atención a la futura maternidad divina.
La primera gracia de Dios a las creaturas racionales es la predestinación, principio, razón y fundamento de todas las demás gracias; luego, también lo es de la realeza de la Virgen.
Admitido que Jesucristo ha sido absolutamente predestinado al primado y principado, como causa ejemplar y final de todo, es forzoso admitir, por al «principio de analogía y conveniencia» que, subordinadamente a El, lo ha sido también su Madre Santísima, puesto que ambos se hallan inseparablemente unidos ya en su predestinación; porque como dice Suárez, Jesucristo no fue sólo predestinado como hombre, sino como Hijo del Hombre, y por consiguiente, en ese mismo acto, fue predestinada la Virgen como Madre de Cristo: «porque si la madre no fue separada del hiio, tampoco en la elección [12] divina». Y si el Hijo ya era Rey por su predestinación, convenía que la Madre también lo fuera, porque digna Madre de un rey, sólo puede serlo una reina.
Todo ha sido hecho, primaria y principalmente, con miras a la gloria de Dios, por Cristo Rey; todo ha sido hecho, subordinada y secundariamente, con miras a la gloria de Dios por María Reina. Ellos, Jesús y María, creados para ser reyes, por su destino constituyen un orden superior que debe regir y gobernar el orden inferior de la predestinación común al ser, a la gracia y a la gloria.
No sin razón, la Iglesia aplica a Jesús y a María mucho de lo que se dice en los Sapienciales;[13] porque si del uno se puede decir absolutamente que es el Primogénito de Dios, de la otra, relativamente a todas las demás creaturas, se puede decir también que es la Primogénita, ya que Ella con Jesús y por Jesús posee, como dice el R. P. Guerra,[14] el principado arquitectónico, o sea, que ambos presiden, como causas e ideas ejemplares, toda la obra de Dios.
Y así María, subordinadamente a Cristo, es con toda verdad la Reina, la dueña y señora del universo, constituida en goce de un dominio radical mucho más real, más total y más íntimo que el de los reyes y reinas en su propia jurisdicción.
Dios, predestinando a María, desde toda la eternidad, para Madre de su Hijo, le confirió todos sus poderes, y todo lo sometió a su imperio, sin más subordinación que a Dios mismo, quien por amor particular a la Virgen, se había de hacer hombre, para someterse, a su vez, como niño y como hijo, al imperio de su Madre. De aquí aquella robusta frase de San Bernardino de Siena: «Deo subdita est omnis creatura, et Beata Virgo; Beatae Virgin, subdita est omnis creatura et Deus».[15] Y un poco más adelante: «Divino imperio, omnia famulantur et Virgo […] imperio Virginis omnia famulantur et Deus». Todo está sujeto a Dios, hasta la Virgen; todo está sujeto a la Virgen, hasta Dios…: todo sirve a Dios, hasta la Virgen; todo sirve a la Virgen, hasta Dios*.
Como queda dicho de Cristo, también podemos decir de María que la predestinación divina le da derecho a la realeza: ius ad rem. Toma de hecho posesión —¡us in re- cuando concibe al Verbo Encarnado en sus entrañas, dándole la naturaleza humana. Reconquista los derechos perdidos por Eva, al cooperar con el nuevo Adán en la obra de nuestra redención y salvación, o sea al ser «constituida en ,Corredentora y Medianera. Es decir, que la predestinación de María a la divina maternidad, ipso facto la predestina a la realeza. Y cuando el orden de intención se convierte en ejecución y consecución, cuando la Virgen, no sólo es predestinada a ser Madre de Dios, sino constituida en tal por la Encarnación, también ipso facto es hecha Reina del universo, tomando entera posesión de todo el reino de Dios, al tomar entera posesión del Hijo de Dios hecho hombre en su seno.
Si en el orden intencional de Dios el primer título de María a la realeza es la elección divina, o donación, en el orden de ejecución es, indiscutiblemente, la divina maternidad.
La realeza de la Virgen y su divina maternidad
La divina maternidad de María es su principal título exigitivo a la realeza, porque es el más alto y trascendental.
La maternidad divina debe entenderse en su sentido completo e integral, pleno y perfecto, con todos aquellos elementos físicos y morales que la constituyen. Y no sólo con la totalidad de elementos físicos y morales de toda maternidad humana, sino también con todos aquellos otros caracteres propíos, específicos y exclusivos que tanto realzan la maternidad de la Virgen, como son: virqinidad en la concepción; consentimiento libre y voluntario en la encarnación, y el saber de antemano a quien había de concebir, cómo y para qué. [16]
Un dogma solemnemente definido nos dice que María es verdadera Madre de Dios, del Cristo total; porque ella lo engendró en el tiempo, dándole una verdadera naturaleza humana. Y si lo engendrado es una naturaleza humana, el sujeto engendrado es una persona divina, ya que la filiación es atributo de la persona, por más que el término creado de la generación, o lo generado, sea una naturaleza.
Ya hemos visto que Jesucristo, como Dios y como Hombre, es verdadero Rey universal, tanto del orden natural como del sobrenatural, habiéndole dado Dios todo poder en el cielo y en la tierra. Luego, María, por ser verdadera Madre de Cristo Rey, es también verdadera Reina Madre. Y debe serlo en el mismo orden, con la misma potestad y extensión que su Hijo; porque la realeza del uno y de la otra no son propiamente dos realezas, sino una misma, participada de modos, distintos: por el Rey, en forma absoluta, a nadie subordinada; por la Reina, en forma participativa y subordinada a la del Rey. La realeza de Cristo nace de su mismo ser de Hombre-Dios, La realeza de María de su condición de Madre de Dios.
La realeza de María es, pues, por su misma naturaleza, una realeza participada; pero esta participación no depende, en principio, de la voluntad humana del Hijo, sino del hecho mismo de haberle engendrado. El ser Rema de la Virgen, nace, sí, de la voluntad divina del Verbo que la escogió por Madre suya; mas, en principio y raíz, es anterior a la voluntad humana de Cristo; porque se funda en la misma generación humana de Jesús que, naturaímente, precede a los actos humanos de su voluntad.
Desde que Dios determinó fuese María Madre del Rey Jesucristo, ipso facto, al engendrarle la Virgen, su maternidad exigía la realeza como una consecuencia intrínseca a su dignidad; de modo que su divina maternidad y su realeza son inseparables; sólo en el caso de que Jesucristo dejara do ser Rey, o dejara María de ser su Madre, podría Esta dejar de ser Reina. Quiero decir, y asegurar, que hay consecuencia necesaria entre ser la Santísima Virgen Madre de Cristo y ser ella, por lo mismo, Reina del universo, con la misma realeza participada de Jesucristo. Es principio admitido por todos lot teólogos que lo que es intrínsecamente conveniente de parte de Dios, adquiere en la providencia ordenada, carácter de necesidad. De esto nace la fuerza del argumento escotista: «potuit, decuit, ergo fecit» [pudo, convino, luego lo hizo], con que se prueba la Inmaculada; y es la razón valorativa del llamado «principio de conveniencia».
De modo que Jesucristo no puede dejar de ser Rey mientras sea Diol» Hombre, ni María de ser Reina, mientras sea la Madre de Dios.
La unión hipostática constituye a Jesucristo en Rey, aun como hombre. Esta unión no sólo se hace en el seno de María, sino que uno de los términos de la unión es ella la que lo genera, la que le da real y verdaderamente el ser.
Hay pues una dependencia intrínseca entre ser Jesucristo Dios-Hombft» Rey, y la realeza de María, que engendra a Cristo dándole la naturaleza humana, sin la cual no sería lo que es entitativamente.
Podemos pues concluir que María participa connaturalmente dol reinado universal de Jesucristo en su calidad de Madre de Dios.
Si el Papa actual [1949] al final de su Encíclica «Mystici Corporls» dice que María en el Gólgota ofreció el Hijo, junto con el holocausto de sus derechos maternales, es porque ella poseía la plenitud de tales derechos sobre el Hijo de sus entrañas. Si María es subdita de Jesucristo en cuanto Este es Dios, Jesucristo, en cambio, en cuanto Hijo de María, le está sometido. En cuanto Jesucristo es Rey, María, su Madre-Reina, no es su subdita, sino su asociada.
No fue la divina maternidad de María una maternidad disminuida en sus derechos, ni la filiación humana de Jesucristo, dispensada de las obligaciones naturales a ella inherentes.
Además, no se debe olvidar que, si María es una pura creatura humana, su maternidad es, como dice Fray Carlos del Moral, O.F.M.: «Participación formal de la paternidad del Padre Eterno»;[18] y como dice Suárez, tiene con la unión hipostática una relación intrínseca y una unión necesaria: «illam [unionem hipostaticam] intrinsece respicit et cum illa necessariam coniunctonem habet».[19]
Y así como el padre y la madre, en relación a los hijos, no son dos autoridades en el seno de la familia, sino una moralmente (la autoridad paternai, que diríamos): así también el Padre celestial, con la Madre terrena, en reelación a Jesucristo, integran una única autoridad paterna. El principio fontal de esa autoridad reside en el Padre; pero real e intrínsecamente participa de ella la Madre, ya que la generación total de Jesucristo, Dios verdadero y verdadero Hombre, reclama necesariamente los dos términos: padre y madre.
Si la maternidad de María establece entre Ella y Jesús un verdadero parentesco de consanguinidad, y en el grado más elevado posible, no se puede menos que admitir que también entre María y el Padre y el Espíritu Santo se establece, por el mismo hecho, una especie de parentesco que, a falta de otro término más apropiado, llamaríamos de afinidad. Si la gracia santificante nos hace hijos de Dios y partícipes de su naturaleza divina, la maternidad divina de María debe hacerla participante, en un grado muchísimo más eminente,- de la naturaleza divina y de todos sus atributos, inclusive la realeza.
Creo que entre la maternidad divina de María y la realeza, en el sentido más propio y verdadero, hay una especie de necesidad ontológica, una consecuencia necesaria, de modo que la maternidad constituye a María en Reina, con un poder, dignidad y autoridad que superan, en mucho, a todos los poderes, dignidades y autoridades de todos los reyes y reinas de la tierra sobre sus propios subditos y señoríos.
Así han pensado a María los santos, y conforme avanzamos en ciencia mariológica nos persuadimos más y más que también en Teología «bisogna pensarla como l’hanno pensato i Santi», según lo tiene dicho Pío XI.[20]
La realeza de María y su condición de corredentora
La íntima asociación de María con el Verbo encarnado tiene su principio y origen en el decreto eterno y absoluto que predestina a Jesucristo, con su Madre, al primado de honor y jurisdicción sobre todo el universo.
Esta asociación intencional del orden de predestinación tiene su realización inmensa e incomensurable en la maternidad divina de María y en la filiación humana de Cristo; tendrá su consumación en los resplandores eternos de la gloria.
Asociados Jesús y María en el ser, lo son también en sus funciones y los misterios, principalmente en la redención, santificación y salvación del hombre, constituyéndose Hijo y Madre en Redentor y Corredentora.
La Asociación de María a Jesús como Corredentora, da a la Virgen un verdadero título de reconquista sobre el reino de la gracia que fuera perdido por el pecado de Adán y Eva. Ese reino, en cierta manera avasallado por el poder de Satanás, vino a ser recuperado, reconquistado, por la redención de Cristo y la Corredención de María. .
Los principales actos corredentores que María puso por su parte son: el consentimiento en la encarnación del Verbo y en la realización de todas sus circunstancias, y la Compasión. Esta se ha de entender, más que en el sentido ordinario de tener lástima de alguien, en el sentido de dolerse con otro, de sufrir los mismos dolores de otro, y por los mismos motivos.
La Pasión de Cristo y la Compasión de María, como un todo único, en el que la Compasión se subordina a la Pasión, la nueva Eva al nuevo Adán Medianera al Mediador constituyen integralmente la causa total de nuestra redención.
La dependencia entre el consentimiento de María en la Encarnación hecho subsiguiente de nuestra Redención, es, por demás, evidente; si pide el previo consentimiento de María, es porque de algún modo lo juzga necesario para el orden conveniente de la Encarnación y Redención. Lo cierto es que la Virgen, en un momento dado, tuvo en sus manos la suerte ritual de todo el género humano.
Si el primer «Fiat» de\ Omnipotente21] sacó de la nada los mundos inmensos, el «fíat mihi secundum verbum tuum» de la Omnipotencia Suplicante hizo de Dios un Hombre, un Hombre Redentor de sus hermanos. El «fiat» de Dios realiza la creación; el «fíat» de María determinó la Encarnación y dio principio a la Redención.[22]
Dios, indudablemente, pudo hacer, con poder absoluto, la obra de la Encarnación sin María, pero no la hizo, y no la quiso hacer, y de hecho subordinó lo más grande que ha salido de sus divinas manos, a la voluntad y consentimiento de María. Y si la Encarnación y Redención … las hizo Dios dependientes del querer de la Virgen, ¿cómo no había de poner bajo su imperio real y maternal todas las creaturas del universo mundo, que son como nada en comparación de estos tremendos misterios? Con sobrada razón dice, pues San Bemardino de Siena: «La Virgen en aquel admirable acuerdo… mereció el dominio y primado sobre todo el orbe… y sobre todo ser llamada reina de misericordia». [23]
Así como a Jesucristo corresponde la realeza a título de Redentor, y esto principalmente por su Pasión, a María corresponde el de Reina a título de Corredentora, principalmente por la Compasión. Realmente, a una con Jesucristo, y como causa segunda subordinada a El, ella nos ha reconquistado o devuelto a la posesión divina original, rescatándonos del poder del demonio.
La Redención de Cristo y la Corredención de María, como la Pasión y Compasión, no se han de considerar a modo de partes de un todo, o como agregación de sumandos heterogéneos, sino como un todo único, que mirado del lado de Cristo, tiene el carácter de causa primera absoluta meritoria,, y mirado del lado de la Virgen el de causa segunda, relativa y subordinada a la de Cristo; pero verdaderamente causa y causa total, siendo ambos causa verdadera y causa de todo el acto. Y no sólo creemos que el consentimiento de la Virgen es corredentor, sino también toda su vida, sus dolores en la Compasión y su muerte, puesto que en toda la economía divina fue íntimamente asociada a su divino Hijo.
No es, pues, María un Primer Ministro, sino una verdadera Reina, sentada en el mismo trono de su Hijo, que le pertenece por derecho de Madre y de asociada íntima y necesaria, en algún modo,[24] en la obra de nuestra Redención, de nuestra generación a la vida en el orden sobrenatural de la gracia y de la gloria, análogamente a Eva, que fue asociada al primer hombre, para la generación de la vida humana natural.
La realeza de María y su condición de segunda Eva
Si observamos el proceso de nuestra restauración y vuelta a Dios, de inmediato nos percataremos de la semejanza grande, por antítesis o paralelsmo, que tiene con nuestra primera creación y ruina. Tanto es así que San Pablo llama a Jesucristo: segundo Adán; y los Padres y los Teólogos llaman a María: segunda Eva. [25]
La solidaridad entre estos dos binomios: Adán-Jesucristo, Eva-María, se explica satisfactoriamente teniendo en cuenta que no han sido creados Jesús y María por y para Adán y Eva, sino éstos por y para aquéllos, de modo que en el orden intencional de finalidad se trasponen los términos: si Adán y Eva son los que, en el orden cronológico de ejecución aparecen primero en la historia, son Jesús y María quienes, en el orden de las divinas intenciones ocupan el primer lugar, como prototipos, modelos y ejemplares de toda la humanidad. En el orden de naturaleza, Adán y Eva son los padres de Jesús y de María; pero, en el sobrenatural de la gracia, se invierten los términos, y Jesús y María son los padres espirituales de Adán y Eva.
Si Dios acepta y no es una manifiesta injusticia que los inocentes Jesús y María paguen por los pecadores Adán y Eva, y por sus hijos, es porque ya antes del pecado existía una perfecta solidaridad de destinos entre ellos. Adán y Eva fueron creados en estado de gracia santificante.en atención a Jesús y María, porque de lo contrario no fueran dignos vasallos de tan grandes reyes. Ellos debían transmitir, con la naturaleza, la gracia santificante a sus hijos, y formar con ellos la gran corte del Gran Rey, teniendo por Reina a María. Pero todo se perdió por el pecado de Adán, y era conveniente que los reyes miraran de salvar a sus vasallos, y de aquí que su gloria se convirtió en dolorosa Pasión.
En esta luminosa teoría teológica, grandiosa y perfectamente lógica, nada se deja al azar de una contingencia humana, como evidentemente fue el pecado de Adán que pudo no haber sido, y no debió existir, como no debe existir pecado alguno; y si existe es siempre contra la voluntad de Dios, por muy permitido que se le suponga.
Adán y Eva, seaún el Génesis, fueron constituidos por Dios en verdaderos dueños y señores de la tierra.[27] Este dominio que Dios les concede es una muy verdadera realeza que supera a todas las humanas, porque a todas ellas sobrepuja en extensión y poder. Y puesto que Adán y Eva no fueron sino vasallos de Jesús y de María, su anticipo, representación y figura, se sigue que María, en su condición de segunda Eva, con más razón y más eminentemente que la primera, es Reina, y tiene un dominio más absoluto y total sobre la tierra.
Luego, por su predestinación; por su consentimiento en la Encarnación, principio de nuestra redención; por su asociación como Corredentora, y por su condición de segunda Eva, madre de todos los vivientes en el orden sobrenatural, María es nuestra verdadera Reina y Señora, por derecho de instiución divina y por derecho legítimo de conquista.
Esta asociación de Jesús y de María, en el ser y en el obrar, estática y dk námicamente, es tan íntima y total, que una vez establecido que Jesús as Dios, y María una pura criatura, cualquier hipérbole que se emplee para encarecerla, siempre habrá de quedarse más corta que la misma realidad.
La realeza de María y el cuerpo místico de Cristo
María es Madre total del Cristo total. Es un error, y muy grande, el considerar la maternidad de María bajo el solo punto de vista fisiológico. Pero aun teniendo en cuenta todos los valores físicos y morales de la maternidad en relación al individuo Cristo, ello no nos daría todavía un concepto acabado y exhaustivo de la maternidad de María, porque ésta se extiende también al Cuerpo Místico de Cristo, cuya acción no se limita a un mero influjo moral en sus miembros por sus doctrinas y enseñanzas, sino que incluye una misteriosa comunidad de vida en los fieles; de modo que Jesús es la vid, y nosotros los sarmientos; El la cabeza y nosotros los miembros. Y más que los fieles en El, se ha de decir que El es quien se sustituye en los fieles, haciéndolos como otros Cristos.
Decir de Jesucristo que es cabeza de su reino, es decir más que Rey; pero la capitalidad también incluye a la realeza. Y el símbolo más apropiado del rey que gobierna una sociedad, es el de la cabeza que rige los otros miembros del cuerpo; de aquí que los reyes sean llamados príncipes o cabezas del reino.
Decir de María que es Madre del Cuerpo Místico, del Reino orgánico de Cristo, es decir que es más que Reina; pero en la maternidad se incluye también la realeza, como lo menos en lo más. De la madre se dice que es la reina del hogar, porque la autoridad paterna tiene mucho de soberana, aunque, por tratarse de una sociedad tan reducida, cual es la familia, los padres propiamente hablando, no sean reyes. Pero el Cuerpo Místico de Cristo, del cual es Madre María, sin dejar de ser una familia, es todo un reino inmenso, pues incluye a todos los cristianos. Y este especial carácter de realeza maternal es una de las notas propias, específicas y exclusivas de la realeza de María; porque si bien todas las reinas deben ser como madres para sus reinos, sólo María, en el orden espiritual, es verdaderamente Madre de todos sus innumerables vasallos.
María participa de la capitalidad reinante en la Iglesia, como una madre participa de la capitalidad gobernante en la familia. No se puede decir que el padre y la madre son dos cabezas en la familia, ya que la capitalidad materna está enteramente subordinada a la paterna y es como una misma cosa con ella. Y así, tampoco la Iglesia tiene dos cabezas, por más que tenga en el orden espiritual un padre, que es Cristo y una madre que es María.
Ciertamente no se usa; pero tampoco existe ninguna dificultad por parte de la Teología en que María pueda llamarse cabeza secundaria de la Iglesia, como puede llamarse a una madre en el hogar. Esto lo defiende, y muy bien el R. P. Carlos del Moral, O.F.M., en su Teología Mariana, trat. 2, q. 3: «Si la Madre con el Hijo fue decretada fin de las criaturas, y así en algún verdadero sentido teológico, que sea llamada cabeza de los ángeles y los hombres»28] Y no es él solo en hablarnos de la capitalidad de la Virgen, pues Suárez viene a decirnos lo mismo al sostener la capitalidad de la gracia de la Virgen [29]
Las metáforas o símbolos tomados del cuerpo humano (como cabeza corazón, cuello) que aplicamos a María, expresan no sólo la excelencia qué Ella tiene sobre todos los demás miembros del Cuerpo Místico de Cristo sino también la autoridad que ejerce, o sea, una verdadera realeza ratione potestatis.
El influjo de María, y la dependencia de los fieles, en cuanto a las gracias se expresa muy bien por el símbolo mariano del acueducto o arcaduz indispensable para comunicar el manantial con los fieles; y a su vez, enteramente subordinado, en la conducción de sus aguas, al manantial que las produce Jesucristo.
Hemos de concluir, pues, que María ocupa un lugar preeminente en el organismo de la Iglesia, que es el Reino de Dios, el Cuerpo Místico de Cristo como el Corazón y el cuello en el cuerpo humano, y que, en la gran familia cristiana Ella es la Madre que hace nacer en nosotros a Cristo con cuyo cuerpo, formado en Ella y de Ella, nos alimenta en la Eucaristía; haciéndolo crecer, asimismo, en nosotros por medio de las gracias que constantemente nos alcanza, siendo verdaderamente nuestra Madre, Reina y Señora [30]
Naturaleza y extensión del poder de María
Lo esencial de la realeza ratione potestatis es la autoridad, o derecho a regir una sociedad con poder supremo, sólo subordinado al poder de Dios.
Yo diría que la Virgen posee «in radice», subordinada y participativamente, toda la plenitud de los poderes reales de Jesucristo, aún cuando de ordinario no los ejercite sino indirectamente, por no ser ello necesario.
Concedemos que María no legisla en la Iglesia, no juzga ni ejecuta independientemente de la voluntad de Cristo; pero afirmamos que en la Iglesia no se legisla sino lo que María quiere, no se juzga sino como Ella quiere, y nada se hace sino lo que Ella quiere. Es el suyo una especie de alto dominio que se ejercita, más que directamente sobre las personas y cosas, sobre el corazón del Rey, y Este no hace sino lo que Ella quiere. Para convencerse, no hay más que recordar lo que sucedió en el templo y en las bodas de Cana. [31]
No existe el peligro de que estas dos voluntades disientan o discrepen entre sí: si el corazón del Rey está a discreción del amor de la Reina, el corazón de la Reina, está en manos del Rey. El lo hizo y lo hizo expresamente así como es, para que quiera lo que quiere, y quiera como quiere; de modo que la Virgen, libre y espontáneamente, siempte quiere lo que Dios quiere que quiera.
¿Significa ello que identificándose el querer de María con el de Dios, en último término resulta inútil, como una repetición de lo mismo? Nada de eso. Téngase en cuenta que Dios se acomoda, en el mejor sentido de la palabra, a la natural condición de los hombres.
La Iglesia es un hogar, y en el hogar la autoridad paterna es poseída por el padre y por la madre, formando un todo moral por la subordinación total de la madre al principio de autoridad y de generación que es el padre. La autoridad paterna en relación a los hijos es una misma; pero adquiere caracteres distintos según que sea ejercida por el padre o por la madre; aquél, por una condición natural a su sexo, representará antes los hijos la fuerza que protege y la justicia que ordena, sin excluir el amor; ésta representará la benignidad e indulgencia, sin dispensar del deber.
No.es por deficiencia de Cristo, sino por necesidad nuestra, que Dios así ha procedido, dándonos en Jesús un Padre y en María una Madre. Jesucristo, como varón que es, lleva en su naturaleza humana las características propias de su sexo; y aunque sea bueno, con toda la bondad, y más y mejor que la mejor de las madres, nunca se manifestará sino en forma correspondiente al varón, porque ése es su natural. María jamás podrá igualarse a Cristo en grado de bondad; pero en Ella la benignidad de Dios adquirirá ese carácter femenino y maternal que tanto atrae a los hombres.
Si se me dice que esto es interpretar al modo humano las cosas divinas, responderé que no es nada extraño, cuando Dios para tratar con los hombres se hizo uno de ellos. «La Virgen tiene un doble dominio sobre nosotros: el espiritual y el corporal, y, por consiguiente, no sólo tiene un imperio generoso, en el sentido de que puede disponer de cada uno para el bien común, y de todos en lo que se refiere a la utilidad de cada uno, sino que también un dominio despótico, de tal modo que hasta el dominio útil de cada uno le pertenece a Ella; puede por sí y para su comodidad, hacer uso de nosotros, pues este dominio, por las mismas condiciones, títulos y amplitud que reside en el Hijo pasa de El a la Madre». Las citadas palabras del ilustre agustino Fr. Bartolomé de los Ríos, [32] no sólo no me parecen exageradas, sino muy bien puestas y precisas, pareciéndome muy difícil decir tanto y tan bien, en tan pocas palabras. Este modo de expresarse lo encuentro, anstes que en Bartolomé de los Ríos, en San Bernardino de Sena, y después, en todos, o en casi todos los autores que hablan de la realeza de María; por lo que también lo hago mío. Mucho se ha discutido de si Jesucristo es Rey temporal, y Señor, como hombre, de las cosas de este mundo, teniendo sobre ellas el dominio correspondiente a los reyes sobre las personas y cosas de su reino. De la respuesta que se dé a esta cuestión depende la respuesta a la cuestión de si María es también Reina temporal; ya que la realeza de Cristo, en toda Su extensión, pertenece también por comunicación a su Madre Santísima. Creemos que últimamente la cuestión ha sido, si no definida, suficiente mente aclarada en sentido afirmativo, por el Papa Pío XI, en la Encíclica Quas Primas, al decir: erraría gravemente el que arrebatase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas temporales, puesto que El ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su arbitrio; sin embargo, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo completamente de ejercitar tal poder…[33] Este derecho y dominio, que ni Jesucristo ni María quisieron usar en vida en provecho propio, no sólo no se opone a su altísima humildad y pobreza, sino que realza grandemente estas virtudes y sublima su mérito: ser reyes y vivir voluntariamente como pobres y humildes artesanos, por amor a la pobreza y humildad, es más virtud y mayor mérito que vivir así por condición social involuntaria.
Y este derecho de Cristo y de su Madre a reinar, se extiende sobre todos los hombres, sean reyes o vasallos; y no sólo sobre los individuos, sino también sobre las sociedades y reinos formalmente considerados; y todos ellos tienen la obligación de pertenecer de hecho a este reino que concretamente es la Iglesia.[34]
Jesús y María podríamos decir que positivamente no imponen a las naciones una forma política determinada; pero es positiva voluntad del Rey y de la Reina universales, que esta política no sea contraria a las leyes de Dios y a los derechos de su Iglesia.
El dominio temporal de Jesús y de María no obsta a que su reino sea primero y principalmente de orden espiritual, y enteramente religioso desde el momento que todo lo corporal y temporal no es sino un medio para lo espiritual y eterno.
Ya he dicho que María posee «in radice» todos los poderes reales. Con todo, es cierto, y lo afirman todos los autores, que la característica de su gobierno es ejercitarse en la misericordia, como conviene a su condición de Madre: en el padre está la justicia, sin excluir la bondad; en la madre la misericordia, sin faltar a la justicia. Sólo con respecto a los demonios María ejercita su poder coercitivo, al impedir o limitar su acción contra las almas.
En relación con los ángeles y los hombres, el ejercicio de la realeza de María se identifica con sus funciones maternales: dar con Cristo y por Cristo la vida sobrenatural a las almas, engendrando en ellas a Cristo, haciendo que nazca y crezca en ellas por la gracia, y defendiéndolas de los peligros hasta conducirlas al cielo.
Reina de ellos, no solamente ratione excellentiae, sino también ratione potestatis; y que también para ellos su realeza es maternal; porque en atención a la futura Madre del Verbo, los ángeles fueron creados en gracia sobrenatural, y con idéntica mira fueron preservados los que permanecieron fieles en el cielo.
Tocio ser viviente dotado de vida sobrenatural, debe, por causa meritoria, la vida de la gracia a Jesucristo y a su Madre. Poco importa que la aplicación se haya hecho por modo de anticipación prevista, o por modo subsiguiente al mérito, ya que para Dios es tan fácil lo uno como lo otro; basta que se haya dado y conservado la gracia «intuitu Christi». Si esto no es así, Jesucristo no tiene más razón de llamarse rey de los ángeles que el Padre o el Espíritu Santo, y por consiguiente como hombre no es su rey; ni podría decirse que El restauró, como dice San Pablo: «tanto las cosas de la tierra como las del cielo».[35]
Si la preservación de María es verdadera redención, no veo por qué la preservación de los ángeles no pueda serlo. Y en todo caso, no tenemos derecho de distinguir, allá donde San Pablo no ha distinguido: «síve quae in caelis sive quae in terris».
El imperio de Cristo y de María es el imperio total de la gracia; ni hay gracia que se haya otorgado a criatura alguna independientemente del influjo de Cristo y de su Madre, como no hay nada, ni nadie bajo el poder de Dios que se sustraiga al dominio de Jesús y de María.
Todo lo que en la criatura es «gratia Dei», desde la predestinación, primera gracia, hasta la glorificación última y coronamiento de todas las demás, es per Christum Dominum Nostrum, como la Iglesia canta al final de todas sus oraciones.
El universo entero: naturaleza, gracia y gloria; ángeles y hombres; cielos y tierra, todo depende y está sujeto a Cristo, y por El, a María.
Epílogo
A María le corresponde el título de Reina, tanto por razón de su dignidad y excelencia, como por razón de su autoridad y poder.
María, en su predestinación para Madre de Jesucristo, ha sido decretada Reina del universo, y constituida de hecho en tal por la divina maternidad: la Madre de un Rey, y de un Rey por naturaleza, como Cristo, es naturalmente Reina.
La suprema razón de la realeza de María está en su asociación física y moral, entitativa y ministerial, con su Hijo Jesucristo, en la predestinación, encarnación, redención y Cuerpo Místico.
María es nuestra Reina porque es la Madre de Jesucristo y de su Cuerpo Místico; porque es la segunda Eva, junto al nuevo Adán; la Corredentora, junto al Redentor; la Medianera, junto al Mediador; y la Madre, junto al Padre, en la Casa de Dios.
Conclusión
Dios, no sólo es la verdad y el Bien, es también la Belleza Suma; y en todas sus obras resplandece, en una variedad maravillosa, una armonía perfectísima.
Una de las características más resaltantes de la Teología católica, y un principio que preside todo su desarrollo, es el de la armonía absoluta entre todos sus dogmas.
En nuestra disertación hemos expuesto los fundamentos de la realeza de María. Por ellos hemos podido vislumbrar la altura incomensurablo de su grandeza. El remate debe corresponder armónicamente a los cimientos y a la altura. Y el remate y la corona de la realeza de María es su Asunción a los cielos en cuerpo y alma, porque:
La presencia del Rey en cuerpo y alma en su trono de gloria, reclama que la Reina, su perfecta asociada, esté en la misma forma: vigente el trono corporal de Cristo en los cielos, no es posible imaginarse, siquiera, vacante en los cielos el trono corporal de María.[36]
Es absurdo suponer que Jesucristo haya dejado correr a su Madre la suerte común de los siervos, cuando en su Concepción usó con Ella de tan regia distinción, como fue el preservarla del pecado original. La perfectísima redención anticipada reclama la perfectísima glorificación anticipada: finís coronat opus.
No puede ser esclava de la corrupción y pasto de gusanos la que es Reina de vivos y muertos: no lo permite el honor de Cristo ni la dignidad de María; y por eso nunca tampoco lo ha admitido la conciencia cristiana.
La realeza de María reclama, pues, su gloriosa asunción en cuerpo y alma a los cielos.[37]
Revista «Roma» N° 91/92Revista «Roma» N° 91/92, Pg. 76
Visto en Católicos Alerta
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[1] Ángel Luis, La realeza de María, Madrid, 1942, pp. 99 y 123; Bover, J. M., Soteriología Mariana, Madrid 1946, p. 418.
[2] Del 11 de diciembre de 1925. Tiene por objeto exponer la realeza de Jesucristo y lo hace con una maestría sin igual. Primero proclama su lema «La paz de Cristo en el reino de Cristo». De Cristo que es el Rey de la gloria, y cuyo reino no tendrá fin. Luego prueba que a Cristo le conviene el tí¬tulo de Rey de las inteligencias por su sabiduría, ciencia y verdad; Rey de la voluntad, porque m el bien e inspira a los demás; de los corazones, por su caridad que sobrepasa a toda humana com¬prensión. Pero no sólo por su excelencia Jesucristo es Rey en un sentido que diríamos traslaticio y analógico, sino también en un sentido propio y real por la plena posesión de todos los poderos reales: legislativo, judicial y ejecutivo. Y Rey no sólo en cuanto Dios, sino también como hombro, pues tal nos lo manifiestan los testimonios del A.T., en especial de los Profetas; los del N.T. y también la Liturgia de la Iglesia. Y el reino de Cristo se extiende a lo espiritual y a lo temporal, ¡i lo temporal, a los individuos y a la sociedad, pudiendo todos ellos reportar inmensos beneficios del reino efectivo de Jesucristo.
[3] Franciscus G., Maiestas gratiarum ac virtutum omnium Deiparae Virgínís Marías, t. 2. Hispali. 1659, 242, n. 6: «Habuit deinde Christus Dominus ut homo ius altum et architectonicum in om nibus rebus creatis». Y en la p. 358, n. 146: «ceterum Beata Virgo cum Filio suo commisive etiam arch i tectónica legislatrix naturae legibus supernaturam est impertita».
[4] 4. La idea de restauración, por Jesucristo, de un orden primitivo violado por el pecado, y la vuelta a él por la redención, se halla claramente expresada en San Pablo, Col. 1, 19-20; pues como dice Prat, Teología de S. Pablo, ed. castellana por Abascal S., t. 2, México, 1947, p. 109: «No hay de¬recho de negar a la partícula componente del verbo «reconciliar» su valor propio: el de un retor¬no a un estado anterior de concordia, antes de la aparición del pecado». Sumisión del Reino cto Cristo al Padre (I Cor. 15. 24-28).
[5] 5. Es también San Pablo quien más claramente ha establecido el paralelismo entre el primero y el se-gundo Adán (I Cor. 15, 45. Cf. Gen. 1, 26 ss.). Dios, al dar al hombre verdadero dominio sobre las cosas todas del mundo, lo constituyó en rey; porque el dominio incluye todos los poderes rea¬les.
[6] 6. Bartolomé de los Ríos, tenido por el primer teólogo que expuso sistemáticamente la esclavitud mariana, dice: «es así que la diferencia entre la Madre de Dios y los siervos de Dios es infinita, luego, en proporción infinita fue elevada aquélla sobre estos, De Hierarchia Mariana, Antuerpiae, 1641, p. 3 (cit. por Gutiérrez Alonso, Vergel Agustiniano, 46 (1931), 423); Cf. etiam Claudio Burón Alvarez, Estudios Marianos, 1 (1942), 287 ss.
[7] 7. I. q. 25, a 6 ad Quartum
[8] 8. María Madre y Señora, Barcelona, 1919, p. 42.
[9] 9. Este principio lo hallo clarísimamente expuesto en San Bernardino de Sena; Ser. 3 del Nombre de María Op. Omnia, t. 4# Lugduni, 1650, p. 82 b.
[10] 10. «Quamquam pluries»,dei 15 de agosto de 1899.
[11] 11. «Mediator Dei et hominum» del 20 de noviembre, de 1947.
[12] Disputatio 1, sect. 3, ed. Op. Omn. t. 19. Parisiis, 1866, p. 10, n. 4.
[13]Eccl. 24, 5: Ego ex ore Altissimi prodivi primogénita ante omnem creaturam… 14: Ab inltio, tt ante saecula creata sum…; Pro. 8, 23. Ab aeterno ordinata sum.
[14] 14. Ver nota 3.
.[15] 15. Serm. 3 del Nombre de María, ed. c. t. 4, p. 82. Es evidente que la frase se ha de entender con su «mica salis».
[16] 15. Es San Bernardino de Sena, uno de los que con más claridad e insistencia, pone por fundamento de la realeza de María su divina maternidad. Dice en el tercer sermón sobre el Nombre de María, que ésta tiene dominio, en cuatro reinos, cielo, infierno, purgatorio y mundo. «»n cáelo… est enim Mater Dei. Maius est enim quod ipsa sit mater Dei quam quod sit gtomina creaturarum Dei. Hoc enim pendet ab ¡lio, sicut ramus a radice sua». L. c. p. 82 b. Y antes Cfue San Bernardino. ha¬bía dicho San Buenaventura: «Domina facta est omnium creaturarum conditoris existens mater». De Assumptione. VI. Op. Omnia. Quaracchi 1901. t. IX. p. 703.
[17] Del 29 de junio de 1943.
[18] 18. O. c. q. 2, a. 3, ed. c, t. I.p. 183.
[19] 19. Disp. 1, sect. 2. n. 4, ed. c. t. 19, p. 8.
[20] 20. Osservatore Romano, 10 de mayo de 1926.
[21] 21. Gen. 1.3 ss.
[22] 22. Luc. 1, 38.
[23] 23. Serm. 4 del Nombre de María, ed. c. t. 4, p. 90 a-b.
[24] «II Redentore non poteva per necessitá di cose, non asociare la Madre sua a la sua opera». Pío XI (Osservatore Romano, 1 eje diciembre de 1933).
[25] 25. I Cor. :5, 45; S. Justino e Ireneo (Rouet J., Enchiridion Patrísticum, nn. 141, 223, 224). Cf. etiam Asameda S. El primer principio marío/ógico. Estudios Marianos, 3 (1943), 163 ss.
[26] Gen. 1,26. 26. Saavedra Silvestre defiende sólida y profusamente que María es Madre de Adán en el orden de la gracia… Sacra Deipara, Vestigatio 2, disp. 19. sect. Lugduni 1655, p. 401, n. 848. Digo que en orden de intención y previsión divina la gracia primera de Adán se debe a la previsión de los méri¬tos (sentido amplio) de Jesús y María; pero, en el orden de ejecución y natural generación, Mari había de venir después de Adán; éste debió transmitir a María la gracia anexa a la generació Adán no transmitió a nadie esa gracia; pero Dios la suplió en María, por lo que Esta no tuvo pa alguna, ni «débito», sino simple posibilidad abstracta e hipotética: si Dios no la hubiera
[27] 28. Ed. c. t. I. p. 356. 29. D isp. 18, q. 38, a. 4, sec. 4, nn. 11, 12, 13, ed. c. 1. 19, p. 295. 30. La doctrina católica sobre el Cuerpo Místico ha sido magistralmente expuesta por el Papa S. ■ Pío XII, en su magna Ene. Mystici Corporís, del 9 de junio de 1943.
[28]
[29]
[30]
[31] 31. Lúa, 2, 19 ss.; Juan 2X 3 ss.
[32] 32. Citado por AkJstruey. Tratado de la Virgen Sma. MeoVid, 1945, p. 8ft-82í* 33. De! 11 de dkierrtbre de 1925.
[33]
34. Cf. Pío XI, 1. c., quien aduee el testimonio de León XM, en ia Ene. AmnumSavum, del 28 de .mayo de 1899. 35. Col.. 1,20.
36. ¿Puede no estar San José en cuerpo y alma junto a Jesús y María? (N. de la E.) 37. Ella fue definida como dogma de fe por Pío XII, el 1 de noviembre de 1950. (N. de la €•>.
Hermoso trabajo.
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Desde mi humilde opinión, la Realeza de María, la madre de Jesús, no es otra que la Realeza de Cristo, de la cual, no solo María participa, sino también todos los cristianos que permanecen en estado de gracia después del bautismo, en el que fueron ungidos «sacerdotes, profetas y REYES».
Hay otra María, que es la mujer Iglesia, esposa de Cristo. Esta participa igualmente de la realeza de Cristo, pues Cristo es su cabeza.
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